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La autoridad y la obediencia

La utilización cotidiana, constante, del término «autoridad» y sobre todo, la equivocidad que le es inherente en la sociedad contemporánea, requiere una reflexión serena con el ánimo de disipar los equívocos y las confusiones. Algunos afirman la autoridad ante el desorden y la anarquía interior del hombre actual pero sin discutir su naturaleza; los más la niegan o la desfiguran en la medida en la cual todo orden es signo de algún «autoritarismo» que se rechaza a priori. Por eso, comencemos por el término mismo, indaguemos después sus fundamentos últimos e interroguémonos el fin por su naturaleza.

Es más que posible que el solo planteo teórico sea considerado «autoritario» desde que una pregunta de corte metafísico se sitúa en las antípodas de la sofística contemporánea que exige la des-funda-mentación como garantía del pensamiento libre. Nos queda el consuelo que un pensamiento no-viril, no-fuerte, «débil», se tendrá que quedar sin respuesta. Por eso prefiero adherirme al pensamiento fuerte que tiene el coraje de formular la pregunta y, sobre todo, de intentar la respuesta.

Nuestro término «autoridad» (de auc-toritas-atis) deriva de auctor; es decir, menta al autor o creador de algo; es un derivado de augere que significa aumentar e, igualmente, hacer progresar. Por tan-to, atendiendo solamente al significado del término, autoridad es cualidad propia del que es autor de algo. En ese sentido, se le asigna autoridad a quien (auctor) ha escrito el Fedro porque Platón es su creador; también se le atribuye autoridad en un género de ciencia a quien ha demostrado un saber más o menos exhaustivo del mismo. Existe pues una relación directa entre la realidad producida y su productor; es decir, entre la cosa y su auctor: éste tiene auctoritas. Este análisis eti-mológico, siéndonos muy útil, es notoriamente insuficiente.

También decimos que el Presidente de la Nación tiene la autoridad inherente a su cargo, para dirigir a la sociedad hacia el bien común. En análogo sentido, el padre de familia tiene autoridad para orientarla hacia su bien propio. Nos percatamos que, en cada caso, la autoridad reconoce límites que tendremos que precisar. Pero, como ya dije, el análisis etimológico sólo orienta sin aclararnos totalmente el tema. No queda otro camino que acudir al pensamiento «fuerte» e internarnos en el problema propiamente metafísico de la autoridad.



a) Participación y autoridad

Es notable cómo, cada vez que nos referimos a quien tiene autoridad, conferida por el acuerdo de sus iguales para que gobierne un país o una institución; cuando la reconocemos en un padre de familia o en un perito en determinada técnica, decimos que «tienen» autoridad. Parece que en el lenguaje cotidiano se reconoce, casi sin haberlo pensado, que quien ejerce autoridad ejerce algo que «tiene»; es decir, algo que no se da a sí mismo por sí mismo, sino que ha recibido; por eso, nadie es estrictamente autoridad (aunque en el lenguaje común se empleen impropiamente expresiones como «él es la autoridad» u otras semejantes) sino que tiene autoridad. Sea que la haya recibido por la actuación de la mera naturaleza como el padre de familia, sea que la haya recibido por la libre decisión de los miembros de una institución, la autoridad es sólo «tenida» por modo de participación y es ejercida por modo de ministerio o delegación.

Lo dicho nos abre el camino hacia el problema. Hasta ahora sólo me he referido, en relación con el término «autoridad», a entidades compuestas de voluntades libres que requieren de un principio formal para existir y lograr su fin. Pero es posible (y necesario) excavar más profundamente en esta indagación para que se vea que no sólo la autoridad ejercida es «recibida»; en verdad, todo principio constitutivo, toda propiedad, toda potencia y todo accidente es sólo «tenido» y no «sido». Más hondamente todavía, todo ente que existe, existe en virtud de su acto de ser.

Dicho de otro modo, si elimináramos todo cuanto constituye el ente singular que es, no podríamos, en última instancia, prescindir del ser en cuanto acto que hace que haya ente. Luego, el ser no es el ente existente, aunque todo ente existente es por el ser. El acto de ser es, pues, común a todo ente; es, al mismo tiempo, comunísimo y lo más íntimo de cada ente; por tanto, no sólo el ser no es el ente, sino que es sólo «tenido» por él; no como un continente al contenido, porque la totalidad del ente singular es puramente «tenido»; es decir, donado, «recibido».

Decir esto equivale a sostener que todo ente es por modo de participación. Cada singular, pues, tiene «parte» del ser o toma «parte» en él; es decir, participa del acto de ser sin ser el ser. Es realmente impensable un ente que se donara a sí mismo el acto de ser porque antes del acto de ser, nada. No puedo (por así decir) pre-existirme. No queda entonces otro camino que afirmar la absoluta gratuidad del acto de ser. Luego, todo ente es ente por modo de participación y es menester afirmar universalmente la participación del ser en el ente. De ahí que no sea pensable el ente sin el ser; tampoco el ser sin el ente en el cual se participa y se muestra. Ente y ser son realmente diversos y simultáneamente co-presentes. El todo singular se comporta como potencia respecto del acto del mismo todo que es el ser o acto del ser.

El acto de ser –hecho presente o deve-lado en el presente de mi conciencia– es, pues, lo absolutamente primero; no es propiamente concepto ni abstracción, sino inmediata presencia: subjetiva porque en la interioridad del sujeto se muestra; objetiva porque es la perfección última, fundante de toda otra en el orden real. Es la actualidad de todos los actos como ha dicho Santo Tomás y se compara a todo lo demás «como lo recibido al recipiente» (S. Th. I, 4, 1, ad 3). Es, pues, lo puramente recibido.

En tal caso, es menester admitir con el Aquinate que «si algo (el ser) se encuentra por participación (en el ente) necesariamente ha de ser causado en él por aquel a quien conviene esencialmente» (S. Th. I, 44, 1). En efecto, el ser como acto se encuentra, es decir, se participa en el ente: en todo ente por el solo hecho de ser ente y en el ente autoconsciente que es el hombre. Uno no es el otro. Pero, sin el acto de ser, el ente es nada. Por tanto, no sólo el ente, como ya dije, no se dona a sí mismo el acto de ser, sino que es causado en él; lo que, en este caso, equivale a decir que el efecto es la totalidad del ser del ente. Pero producir la totalidad del ser del ente, es crear el ente de la nada de sí.

Dos cosas acabamos de descubrir: que la participación (trascendental) del ser en el ente nos pone en el horizonte del Ser subsistente a quien el ser conviene esencialmente; en segundo lugar, que todo ser por participación (este ente) es creado. Tanto la existencia del infinito Tú (el Ser imparticipado) como la creatio ex nihilo del ente finito se encuentran implicados en la presencia primera del ser el ente autoconsciente que es quien sabe del ser y de sí mismo.

El acto creador, pues, tiene como término la totalidad del ser del ente y su punto de partida no puede no ser sino la nada total del ante. Lo cual equivale a decir que la creación «est emanatio totius esse, est ex non ente quod est nihil» (S. Th., I, 45, 1).

Lo que es donado es el acto de ser a partir del no-ente que es la nada: es producido el ser mismo del efecto, aquí y ahora. Dios creador (el mismo Ser subsistente que no «tiene» el ser sino que «es» el ser) es el Ser imparticipado propio del Auctor de todo ente finito. En ese sentido no es pensable nada más íntimo al ente que el ser-creado: podría decirse que el ser participado en el ente por el cual es lo que es, es más íntimo que su propia intimidad. Y esto no sólo es así abstractamente dicho sino que lo está siendo en su fieri, en todos los instantes del tiempo.

Luego, Dios, en el orden trascendental, por ser Autor o creador del ser mismo del ente, es la suprema y absoluta auctoritas; Él es la autoridad imparticipada que, en el orden de la operación del ente finito libre, es la fuente y la causa de toda autoridad participada. El Creador es, absolutamente hablando, el Auctor del ente finito; es, por eso, la Auctoritas suprema en el orden trascendental.



b) La autoridad participada

No solemos emplear el término «autoridad» en el orden trascendental, aunque allí encuentre su fundamento. Lo reservamos para predicarlo no de todo ente sino es-pecíficamente en el orden de las operaciones libres del ente autoconsciente. No debemos olvidar que la operación libre es operación por modo de participación.

En efecto, el acto creador es operación divina imparticipada y exclusiva del Agente primero; si ahora miramos la realidad de los agentes segundos (que son entes finitos libres) podemos concluir que todo agente segundo opera en cuanto participa de algo añadido a su esencia; es decir, en cuanto participa del influjo causal del Agente primero que sí obra por su misma esencia. No olvidemos que todo ente que opera, opera en cuanto está en acto pero no se actúa totalmente porque no es el Agente primero; por tanto, el agente segundo (este hombre concreto) opera no en virtud de su esencia sino por participación (cf. Contra gentes. I, 16, 4º).

Análogamente, así podrá mostrar que en las comunidades humanas (que no pueden existir sin autoridad) quienes son sujetos de la potestad «tienen» la autoridad por participación; sólo el Agente absoluto, que es el mismo Ser subsistente, es la autoridad imparticipada. Pero vayamos más lentamente: ahora vislumbramos el último fundamento ontológico de toda autoridad.

Si bien en el orden trascendental podemos afirmar que Dios es la autoridad absoluta en cuanto causa eficiente absoluta del orden del ser, reservamos el término «autoridad» para predicarlo del orden de las operaciones libres. En ese sentido, allende la gran división de la autoridad en autoridad imparticipada y autoridad participada, es claro que esta última debe predicarse de las sociedades naturales compuestas de hombres, es decir, de voluntades libres.

Sin detenerme por ahora en la descripción y demostración de la sociabilidad natural del hombre, me basta con mostrar que tales sociedades no serían lo que son sin la autoridad participada (por naturaleza), es decir, sin su principio formal intrínseco que le confiere ser tal sociedad. Salvo Dios, nadie es la autoridad sino que la tiene recibida; en tal caso, asumirla como si fuera «propia» es una actitud contra natura. Las sociedades humanas (familia, comuna, región, provincia, sociedad civil) conforman cierta jerarquía ascendente desde las sociedades menores imperfectas (desde la familia) hasta la comunidad política como sociedad perfecta; por eso, la auctoritas se participa (como lo recibido en el continente) según grados; y como la participación es el fundamento ontoló-gico de la analogía, podemos también decir que la autoridad se predica con analogía de atribución intrínseca: de modo infinito y absoluto de Dios (autor del orden del ser) y de modo finito de todas las sociedades menores hasta la sociedad perfecta que es la sociedad civil.

No existe, pues, la sociedad como un corpus orgánico, ya de personas, ya de sociedades menores, sin autoridad porque así como la forma sustancial confiere el ser tal ente (el alma confiere a la materia el ser tal hombre, Pedro), del mismo modo la autoridad confiere al conjunto de personas y sociedades menores el ser tal sociedad humana. De modo que la autoridad participada es el principio formal intrínseco de toda sociedad. Dicho de otro modo, la autoridad participada proviene ab intra (como principio determinante) de la misma naturaleza de la sociedad. También podríamos definir a la autoridad como la potestad de gobierno.



c) Los grados de la autoridad participada

En la doctrina anterior se da por supuesta la sociabilidad del hombre; es bueno señalar, como en el caso de la autoridad, que la sociabilidad se funda en el mismo orden del ser. En efecto, ya he dicho que el acto de ser (último y fundante acto de todos los actos) se revela en el ente que sabe que «tiene» el ser participado; a su vez, todo ente manifiesta el acto del ser del que participa. Sólo el hombre es el ente que posee este saber primero u originario porque su inteligencia no puede no ver el ser en el ente; y, simultáneamente, a la luz del ser tiene conciencia de ser. Por eso, aunque un acto no es el otro, la conciencia del ser tiene prioridad de naturaleza, aunque co-aparecen en la conciencia humana la conciencia del ser y la conciencia de ser.

Esto es propio de todo hombre y, en verdad, es lo que nos hace ser hombres. En cuanto propio del hombre nos es común ya que nada es más común que la participación del ser en el ente autoconsciente. Luego, no sólo es el hombre comunicación consigo pues nada le es más íntimo que el acto de ser, sino que es comunicación contigo, es decir, con el otro sujeto (del ser) como yo. Si bien en el plano on-tológico la persona es sustancialmente incomunicable (y no puede no ser así) esta incomunicabilidad sustancial es el fundamento de la comunicación gnoseológica y moral en virtud, precisamente, de la participación del ser. Y si mantenemos que el acto de ser se encuentra por participación en el ente y que éste debe ser causado por Aquel que es el Ser, se sigue que la comunicación consigo y contigo (yo y tú) se funda y a la vez revela la comunicación con el supremo Tú que es Dios Creador.

Por tanto, existe una interna dialéctica del hombre como comunicación consigo (yo), contigo (tú) y con Dios; cuando una sola de estas dimensiones es obstruida o negada, son negadas las otras dos. Dejando el desarrollo de este tema para otro lugar, este es el fundamento de la sociabilidad del hombre a la que podemos llamar sociabilidad originaria. Dicho de otro modo, el hombre es socius por naturaleza.

De ahí que cuando Aristóteles dice que el hombre es social por naturaleza, supone un orden ontológico que intento esclarecer. Por tanto, vivir en sociedad no depende de una libre elección del hombre, ni es un contrato realizado en el tiempo; precisamente el hombre es capaz de celebrar contratos (implícitos o explícitos) porque es previamente social por naturaleza. Ahora es posible encontrar el sentido tanto de las sociedades humanas como de su principio formal intrínseco que es la autoridad. Veamos lo primero.

1. La autoridad doméstica

En virtud de la participación del ser, prae(s)entia ineliminable, hemos descubierto la sociabilidad originaria como comunicación consigo, contigo y con Dios; el acto de ser, objeto de la inteligencia, es también el bonum, objeto apetecible o amado por la voluntad. Todo ente es amado en cuanto bien; el ser como tal es amado bajo la formalidad de bien; de ahí que la comunicación originaria sea también amor de sí, amor del prójimo y religante amor de Dios por más que, en el orden práctico, se puedan negar estas dimensiones del hombre. El sujeto humano que en el acto primero de conciencia ha descubierto no sólo el ser sino el espíritu porque nada podría conocer sin la «distancia» cualitativa, espiritual, sujeto-objeto, también conoce desde el principio que es cuerpo. Este, a su vez, revela su determinación primera, la sexualidad que, aunque accidental, revela que el hombre es varón-varona. Su encarnación sexuada manifiesta la totalidad de la persona, espíritu incorporado o cuerpo espirituado, unión sustancial de alma y cuerpo.

En cuanto amor de sí, del tú y de Dios, éste es el momento justo de plantearse el problema (riquísimo pero que no puedo considerar aquí) de los grados posibles del amor humano. Sólo tendré presente, breví-simamente, aquel particularísimo, único, que se funda en el ensimismamiento de dos personas irrepetibles, yo y tú, que responden a esta tensión a la trans-fusión yo-tú e inauguran un estado existencial nuevo e insoluble: el matrimonio. En cuanto don, por la unión sexual, de todo sí mismo en el otro, es un estado nuevo: porque es total implica todo mi ser y, por tanto, todo el tiempo pasado, presente y futuro: es indisoluble. De ahí la triple consecuencia de semejante unión: unión inmanente en cuanto don de sí de uno en el otro, «dos una sola carne»; unión trascendente inmediata allende los dos y lograda en el hijo; unión trascendente mediata en el último fundamento que es el Tú infinito, Dios Creador.

En el momento de la trascendencia inmediata –aparición de los hijos que realmente provienen del seno materno y, absolutamente, del seno de Dios– se funda la sociedad primera. La familia, por tanto, no es la mera yuxtaposición de esposos e hijos (a los que podríamos llamar la «materia» de la primera sociedad); es todo vivo, una realidad nueva que es ésta familia y no otra en virtud del principio formal intrínseco que la hace ser tal: trátase de la autoridad participada en su cabeza y sin la cual no habría familia.

Se comprueba así que la autoridad natural a la familia no sólo no está separada del amor constitutivo de la misma, sino que es fruto del amor matrimonial. La autoridad, en cierto sentido se sigue del amor y, en otro sentido, es productora del amor. La autoridad familiar, en cuanto autoridad participada, es autoridad amorosa, sin la cual no podría lograrse el fin de la familia, es decir, el bien común doméstico. Porque es participada, la autoridad paterna es «recibida» como el contenido en el continente; es don y, por tanto, es ministerial. El Dador imparticipado del acto de ser y en cuanto tal supremo fundamento de toda operación participada, con el don de la naturaleza dona la autoridad de la sociedad primera. Como bellamente lo dijo Pío XI en la Divini illius magistri (nº 81), los padres «participan de la autoridad que Dios les ha dado y de quien son con toda propiedad vicarios».

La sociedad originaria, la familia, no existiría sin la autoridad; su acto propio es la ordenación y el mando con vistas al bien común doméstico. En cuanto surge de la entrega amorosa total de los esposos cuyo fruto es la aparición del nosotros (los hijos), la autoridad no es una suerte de «mando» extrínseco (lo que sería su caricatura) sino un ministerio amoroso. Como dice Pío XI, su acto propio es vicario de la autoridad imparticipada de Dios-amor.

En ese sentido la autoridad familiar supone, en su ejercicio cotidiano, la unidad total de los esposos al servicio del bien del todo familiar. Este fin pone los límites de la autoridad cuyo ejercicio no debe estar jamás al servicio individual del padre o de los padres, sino al servicio del bien del todo. Las consecuencias son evidentes: los niños percibirán infaliblemente la unidad (nunca debería existir una disposición de uno de los padres contraria a la del otro); percibirán que el ejemplo personal es el fundamento inmediato de toda disposición familiar y, sobre todo, que un amor sin fi-suras ni sentimentalismos es la garantía de la autoridad ejercida y de su propia vida futura.

La autoridad en cuanto principio formal intrínseco de la sociedad doméstica, se ordena, desde la mutua entrega amorosa de los padres, al fin primario del matrimonio porque la generación de nuevas personas implica su educación o desarrollo hasta su máxima perfección posible. De ahí que el ejercicio de la autoridad paterna sea esencial en el cumplimiento del deber y del derecho a la educación de los hijos. Nacen espontáneamente las normas y disposiciones domésticas a las que los niños deben obediencia; normas y disposiciones dictadas por la amorosa consideración de los medios ordenados al fin que es la plena formación de la persona.

En una familia en la cual los padres renuncian a ejercer la autoridad (frecuentemente conquistados –y corrompidos– por una sofística permisivista y anárquica) ellos mismos ponen la causa principal de disolución de la sociedad doméstica y comprometen gravemente el futuro de sus hijos. Ciertos sentimentalismos disfrazados de «amor» sensiblero y vano, constituyen la más trágica negación del amor verdadero que sabe ser firme y disciplinado para que la entrega sea efectiva.

La experiencia más amarga enseña que la carencia de autoridad o la renuncia a la autoridad en los padres, engendra el menosprecio de los hijos por sus padres; y es lógico que así sea porque la renuncia al ejercicio de la autoridad equivale a la renuncia al amor familiar desde que no existe autoridad que no surja (o deba surgir) del amor recto. La autoridad amorosamente ejercida, engendra el orden y, con él, el amor reconocido y agradecido. Por el otro extremo, la autoridad utilizada para el propio y egoísta servicio de sí mismo, corrompe la autoridad (ahora arbitraria) en tiranía doméstica, engendra el desorden (abierto o encubierto) y, con él, el odio. La autoridad participada y, por eso, vicaria y ministerial, ha de ser santamente ejercida porque se trata de una potestad sagrada que exige el amor total al hijo hasta en la prohibición y en la sanción. Como enseguida veremos, la obediencia es altísima virtud moral subordinada a la justicia. Precisamente porque el Dador de toda autoridad es Dios Creador, Él es, como enseña Santo Tomás (S. Th. II, 104, 1), la norma primera. La autoridad participada en los padres, encarnada en la imper-fectísima voluntad paterna, es la norma segunda. Tanto el que ejerce la autoridad como quien tiene el deber de la obediencia, deben adquirir conciencia de semejante grandeza, en ambos co-presente como íntimo lazo del amor doméstico. Tal es, pues, el primer grado de la autoridad participada.

La autoridad encausa la libertad progresiva, engendra el ambiente de amor de la sociedad doméstica, confiere sentido a los gozos cotidianos, modera las pasiones y da la fortaleza en las desgracias y en las pruebas; no se agota, pero concluye su misión ordenadora en la madurez de los hijos que ejercen su libertad para decidir su destino. Después, a los padres ya mayores sólo les queda el amor purificado, el don de consejo (especialmente cuando les es solicitado), la ayuda pronta cuando les es posible y sobre todo la oración cotidiana por el bien natural y sobrenatural de los hijos y de los hijos de los hijos.

El papel de los padres de los nuevos padres es muy singular porque su autoridad ha cesado y el amor a los hijos (nuevos padres) y a los nietos se caracteriza por su plena libertad, escrupulosamente respetuosa de la autoridad de los nuevos padres. Los abuelos, ahora, miran el pasado con serenidad y se miran a sí mismos con el amor mutuo renovado al infinito.

2. Los otros modos de la autoridad participada

Pese a su belleza intrínseca, la familia no se basta a sí misma, ni siquiera para lograr plenamente el bien común doméstico. No pueden los padres procurar por sí mismos todo cuanto necesita la familia, desde los bienes útiles más elementales hasta diversos géneros de bienes espirituales. Otras familias los procuran y ellas, a su vez, necesitan de otros bienes producidos por otras; nace espontánea y naturalmente el ayuntamiento de familias, es decir, la comunidad o sociedad de familias que tiene como fin el bien común del mu-nicipio que es más que el bien singular de cada familia.

Esta nueva sociedad de familias, para existir como tal, pone en acto su principio formal intrínseco que es la autoridad comunal. Su sujeto propio (llámese alcalde, intendente, jefe comunal, consejo comunal o cabildo) representa la comunidad de familias que son su norma inmediata, pero su autoridad sigue siendo delegada, ministerial o vicaria ya que es un nuevo grado de autoridad participada. Trátase, pues, de la primera sociedad inter-media porque media entre la familia y otras sociedades mayores y, sobre todo, entre la familia y el Estado.

Como no existen reglas fijas en lo que se refiere a las sociedades menores o intermedias, sobre todo relativas a su número, sólo será necesario indicar que, en los grandes centros urbanos se podrán distinguir los barrios; se agregarán las zonas y los pagos, las provincias y conjuntos de provincias. Todas estas sociedades, siempre imperfectas porque no se bastan a sí mismas para lograr su bien común y cada una de ellas regida por una autoridad delegada naturalmente por modo de ministerio. Existen, pues, una serie de grados de participación de la autoridad que se predica intrínsecamente de cada sociedad.

A su vez, este principio válido para todas las sociedades de segundo grado fundadas en el derecho natural de asociación, como los gremios, las empresas, ciertas asociaciones y los clubes, cuya autoridad (sin la cual no existirían) es autoridad participada y ejercida, por eso, vicaria-mente, por modo de ministerio. El corpus orgánico de todas estas sociedades imperfectas, constituye el todo de la sociedad civil o sociedad política.



d) La autoridad participada en la sociedad política

1. Toda autoridad instituida por Dios

La común-unión de familias y sociedades menores en orden al bien común, constituye la comunidad política o sociedad civil. Las sociedades menores, cuerpos integrados de personas, constituyen la «materia» de la sociedad; en cuanto sujetos libres son la causa eficiente inmediata de la comunidad política, pero el Autor del orden natural al que mantiene en su ser por la creación continua, es la Causa eficiente mediata y absoluta y es, por eso, fuente de la «forma» o principio formal intrínseco (la autoridad) que confiere a la sociedad el ser tal sociedad.

En este sentido, la autoridad de la comunidad política es el grado supremo temporal de la participación de la potestad; dicho de otro modo, es la participación suprema-temporal de la autoridad impar-ticipada. Esta autoridad ordena, dirige, al todo de la comunidad política. De ahí que pueda definirse como la potestad de gobierno. Y como el fin de esta autoridad vicaria es el bien común temporal del todo (causa final de la sociedad) puede decirse que el fin, causa de la causalidad de todas las causas, atrae, mueve, dinamiza, todos los constitutivos de la comunidad política. En su orden, se basta para alcanzar el bien común temporal y es, por eso, la sociedad perfecta.

Creo que ahora puede comprenderse a fondo la expresión de San Pablo tantas y tantas veces citada y que transcribo aquí no en sus escuetos seis términos (non est potestas nisi a Deo) sino en la totalidad del argumento: «toda alma, enseña el Apóstol, se someta a las autoridades superiores. Porque no hay autoridad que no sea instituida por Dios; y las que existen, por Dios han sido ordenadas. Así que el que se insubordina contra la autoridad se opone a la ordenación de Dios, y los que se oponen, su propia condenación recibirán» (Rom. 13,1-2).

Ante todo es menester destacar que el Apóstol –que enseña aquí una verdad natural al alcance de la razón humana– se refiere a toda autoridad; es decir, «no existe autoridad» alguna que no sea instituida por Dios; en este caso, el acto de instituir se refiere al acto de poner algo en su ser: es el acto de dar el ser del efecto; por eso, la creación del hombre como ser social (y ya dije que el hombre es socius por naturaleza desde que, originariamente, es comunicación consigo, contigo y con Dios) implica que el principio formal constitutivo de la comunidad humana, depende en su ser y está dependiendo en su fieri del acto creador. Independientemente de una posible extrema indignidad del sujeto de la potestad (recuérdese que cuando San Pablo escribía el precitado texto a los romanos gobernaba el tirano Nerón) la autoridad es, para el Apóstol, potestad vicaria, participada de la Auctoritas divina.

Por eso, abstractamente considerada, el que se opone o insubordina contra la autoridad «se opone a la ordenación de Dios»; y recordemos también que San Pablo, aunque en el texto se refiera principalmente a la autoridad de la comunidad política, dice expresamente que toda autoridad proviene de Dios; es decir, todos y cada uno de los grados de la autoridad, desde la autoridad doméstica a la autoridad política. Todos son modos y grados de participación de la autoridad impar-ticipada que es propia del Autor del orden natural.

2. El bien común temporal, fin de la autoridad política

Vista la naturaleza de la autoridad (potestad de gobierno), el sujeto de la misma la pone al servicio del bien común, sea el bien común doméstico, el bien común municipal, el bien común de la provincia, del gremio o de la empresa. Cuando se trata del sujeto de la autoridad política, debe ponerla al servicio del bien común temporal del todo.

En ese sentido, la expresión se refiere a todos los bienes finitos (territoriales, materiales, espirituales, culturales) y ha de conservarlos cuando sean provenientes o heredados del pasado, procurar y defender los del presente y operar adecuadamente para lograr los bienes futuros. De modo que semejante todo de orden de los bienes (pasados, presentes y futuros) de la comunidad política es el bien común temporal, fin de la autoridad política. No me detendré aquí en este tema, salvo para señalar escuetamente que tal bien es superior a todo bien singular y a todo bien propio de las sociedades menores las cuales (manteniendo su autonomía y libertad en su orden según corresponde por naturaleza) encuentran precisamente en el bien común del todo su mejor bien propio. Tampoco corresponde que me refiera aquí a las formas posibles que adquiere la autoridad en el tiempo histórico (regímenes políticos) y a sus funciones propias. Se trata de problemas que trato en otro lugar. Por ahora, conviene preguntarnos por la obligación de obediencia a la autoridad y por el ámbito propio de la libertad singular en relación con la autoridad.



e) La autoridad y la virtud de la obediencia

1. La obediencia, parte de la justicia

Si la autoridad corresponde por esencia al Autor del ser finito que es también el Ipsum velle subsistens, supremo fundamento y motor de toda operación libre, el propio acto creador y conservador de Dios es supremo poder de obligar. Sin coacción en las voluntades libres, éstas están libremente solicitadas a la obediencia del imperio divino, explícita o implícitamente. Así, la voluntad de proceder con arreglo al orden natural es ya obediencia, al menos implícita, al dictamen del Autor del orden de la naturaleza: es querer lo que Dios quiere.

Pero se trata de un acto libre de la voluntad, requerida, tensionada, herida, por nuestras propias imperfecciones y tendencias negativas; por eso la obediencia, la verdadera obediencia, es una cualidad, una perfección de la voluntad adquirida frecuentemente con esfuerzo y con lucha, cuyo objeto propio es el mandato explícito o implícito del superior; en este caso, el superior es el Creador y el mandato de sigue del orden natural creado; por tanto, la obediencia es virtud moral, parte de la justicia, desde que el mandato se funda en lo debido a cada ente en su orden (S. Th. 2, 2, 104, 2 ad 2).

Por consiguiente, no es la obediencia una suerte de compulsión extrínseca, tiránica y opuesta a la libertad; por el contrario, es libre ánimo de cumplir la voluntad del que impera; es reconocimiento justo y amoroso (aun en el caso de que fuese doloroso) que, en cuanto tal, llega a la renuncia de la propia voluntad. Semejante renuncia es acto sumamente libre en cuanto es elección del mandato explícito o implícito por reconocimiento y amor de la voluntad del que manda o impera.

Así como la obediencia es virtud moral, la desobediencia es pecado porque violenta el orden natural y por tanto el mandato del Legislador. La obediencia, aun en el extremo (a veces heroico y sublime) de la renuncia a la propia voluntad, pone al abediente ante la elección mejor, la más adecuada para el fin; y en cuanto la elección del medio es la médula de la libertad, la verdadera obediencia libera, amplía y enriquece la libertad personal.

En cambio, la desobediencia como rompimiento del mandato explícito o implícito del superior (sea éste el Superior infinito, sea el superior inmediato como el padre de familia o el gobernante) corrompe la libertad y esclaviza la persona singular. Santo Tomás considera que la desobediencia como violación de los mandamientos, es pecado grave y, por analogía, lo es también la desobediencia a los superiores (S. Th. 2. 2., 105, 1), porque tales actos son opuestos a la caridad. Por eso es más grave despreciar a la persona del que ordena que despreciar su mandato (ib., a 2). De todos modos deseo destacar que, tratándose de la verdadera autoridad que impera y de la libre voluntad que desobedece, la primera víctima de la desobediencia es, precisamente, la libertad. No es más libre el que se jacta de desobedecer, porque vulnera el orden que es la garantía y el fundamento de su libertad.

Absolutamente hablando, me he referido a la virtud de la obediencia por relación a quien es la Autoridad imparticipada. Pero así como la autoridad se predica intrínsecamente de la cabeza de toda sociedad, de análogo modo la obediencia corresponde a todos cuantos se subordinan al sujeto de la autoridad participada. En este caso, el mandato, explícito o implícito, del padre de familia es acto de su autoridad par-ticipada; rectamente entendido y aunque se tratase de algo cotidianamente sencillo, es sacro y respetable y la obediencia acto recto y virtuoso. Si es recto, el mandato se funda en el amor al hijo y el acto de obediencia debe fundarse en el amor al padre. Diálogo cotidiano de amor mutuo (allende los subjetivos estados del humor), en el consejo, en el mandato mismo y en la sanción.

De la sola exposición surgen nítidamente los límites, tanto de la autoridad paterna cuanto de la obediencia. El sujeto de la autoridad no puede mandar la comisión de un pecado (siempre opuesto a la justicia) ni el subordinado debe obedecer el mandato claramente opuesto al orden natural; en el fondo (no quizá en las «formas» exteriores) el mandato no es tal y la obediencia tampoco. La voluntad pervertida de quien manda deja de ser «norma segunda» de la voluntad subordinada porque se opone a la «norma primera» que es la voluntad del Autor del ser finito.

Si los mandatos son injustos y la «obediencia» pierde sentido, padecemos la disolución de la sociedad doméstica. En cambio cuando la familia es comunidad de amor prescribo un mandato, por ejemplo, a un hijo pequeño porque le amo absolutamente en su ser; él me obedece (aunque todavía no llegue a comprender todos los motivos del mandato) porque me ama sin reservas. En tal caso, este acto de infantil reverencia y de amor es fuente de la virtud de la piedad.

Se me dirá y con plena razón, que es cada vez más difícil determinar el ámbito justo de la autoridad y el del deber de la obediencia en cada caso; en efecto, me he limitado a exponer la doctrina general que debe iluminar, aquí y ahora, cada uno de nuestros actos de autoridad y de obediencia para procurar mejor el bien común doméstico.

Con qué profunda satisfacción y reconocimiento recuerdo hoy, el haber obedecido a mis padres cuando, siendo niño, estaba sujeto a su autoridad, porque me ha permitido ser hombre libre y, a su vez, capaz de ejercer autoridad; con cuánto enternecido amor recuerdo el amor que mis padres se profesaban y del cual surgían muchos de sus mandatos, porque ha sido el fuego secreto y la guía segura de mi propia familia. Por experiencia os digo que autoridad y obediencia, amor y subordinación, disciplina y libertad, formaron un solo haz y un hilo de oro que utilicé más tarde cuando fundamos, mi mujer y yo, una nueva e irrepetible sociedad doméstica.

2. Despotismo planetario y desorden esencial

En cuanto a las sociedades menores, desde la comuna hasta la comunidad perfecta que es la sociedad civil, autoridad y obediencia siguen los mismos principios. El ciudadano está obligado a obedecer a la autoridad legítima cuyos mandatos se ordenan a procurar, conservar y defender el bien común temporal; Santo Tomás enseña que «el que obedece… es movido por el imperio del que manda por cierta necesidad de justicia»; por eso surgen aquí sus límites y, por tanto, los casos en los cuales el ciudadano está eximido de la obediencia: ante todo «en razón de un mandato de una autoridad mayor». Lo ejemplifica con un texto de San Pablo en el cual el Apóstol explica que no se obedecerá al procurador cuando manda lo contrario del procónsul, ni a éste si ordena algo contrario a lo dispuesto por el emperador y tampoco a éste si preceptúa algo contra la voluntad de Dios.

Tampoco debe obedecerse al superior cuando éste manda algo fuera de los límites de su autoridad (Rom. 13, 2; S. Th. II-II, 104, 5). Obedecer lo injusto es, en verdad, una obediencia falsa. Es, en cambio, obediencia suficiente la que cumple con lo que está prescripto y es perfecta «la que obedece en todo aquello que es lícito» (ib. ad 3).

Autoridad y obediencia, que se corresponden a autoridad y libertad (porque la obediencia es un hábito operativo bueno de la voluntad), forman un solo tejido, una suerte de malla que es el orden social. La autoridad mal ejercida (injusta, arbitraria o tiránica) y la falsa obediencia o la desobediencia formal, constituyen el motor del desorden social, de la corrupción generalizada y la senda segura de la disolución política. Este lamentable fenómeno se extiende por el mundo como un despotismo planetario que, lejos de constituir un orden es un tiránico desorden esencial resultado de una concepción autosuficiente de la humanidad.



f) Autoridad, libertad y obediencia a la luz de la revelación cristiana

Recordemos tesis elementales. Al comienzo se fundamentó la noción de autoridad en la participación del ser en el ente y en la subsiguiente noción de creatio ex nihilo. Esto conlleva la afirmación de que Dios es la auctoritas imparticipada. De Él procede, por tanto, toda autoridad: la del hombre sobre el cosmos (Adán es el virrey del Universo), la del padre sobre la sociedad familiar, la de quien gobierna sobre la sociedad civil. Sin embargo, estas verdades de orden natural eran apenas vislumbradas, como en penumbras, por el pensamiento clásico y, menos aún, por el pensamiento primitivo. Si bien se reconocía que no era concebible una sociedad sin autoridad, el origen y su naturaleza dependía de la aceptación previa sin discusión de mitos primitivos anteriores a la reflexión crítica.

En un pueblo tan «positivo» como el romano, la actuación de la autoridad o el debate previo, era presidido por el sacrificio, por la consulta de los auspicios, en las entrañas de una bestia o en el vuelo de un pájaro; la autoridad suponía un mundo no visible de la necesidad y del destino, ligado siempre a los mitos de origen aceptados, sin crítica, como herencia de los antepasados. En las sociedades primitivas, esta dependencia se acentúa hasta adquirir la autoridad un decisivo carácter mágico. La fuerza mágica de la potestad requiere la obediencia absoluta; la desobediencia equivale a un desafío a la voluntad de los dioses o al sino ineluctable.

La revelación bíblica hizo estallar esta visión mítico-mágica de la autoridad porque la noción de creación (un comienzo absoluto del ser finito) no podía no des-mitificar la potestad: por un lado, fue despojada de aquellos elementos mítico-mágicos y, por otro, fue transfigurada en un verdadero ser nuevo que la clarificó como autoridad. Gracias a la noción de creación, supo el hombre que la autoridad, esencial en Dios creador, es una suerte de prolongación, de expansión del mismo acto creador. La potestad del emperador dejó de estar pre-determinada por factores mítico-mágicos, para mostrarse en su verdad como la participación ministerial o vicaria de la autoridad de Dios personal y providente al servicio del bien común de la sociedad política. El emperador, cuando se convierta al Cristianismo, pasará a ser el primer servidor del bien del todo en cuanto sujeto de la potestad vicaria. Quizá podamos afirmar que en Teodosio se llevó a cabo esta revolución fundamental.

Vistas así las cosas, la Revelación no sólo no invalidó a la filosofía política, sino que fue el factor esencial de un enorme progreso de la filosofía política como filosofía política, del saber natural como saber natural. Claro es que los antecedentes doctrinales de esta concepción de la autoridad (provenientes de la tradición bíblica) son remotos. La afirmación paulina de que toda autoridad proviene de Dios, es manifiesta en todo el Antiguo Testamento. Aquella afirmación es válida no sólo para el pueblo de la promesa que sigue los dictámenes de Yahvé, sino para todos los pueblos del mundo; el autor del Eclesiástico dice: «En manos de Dios descansa el gobierno del mundo, / y el gobernante adecuado al momento establece sobre él. / En las manos de Dios está el poder de todo hombre / y a la persona del legislador confiere su majestad» (Eclo 10,4-5). Para el pueblo de la Alianza, la autoridad (que es de Dios) es ejercida en nombre de Yahvé en cualquiera de sus grados; de ahí que fuese tan importante el conocimiento de las Escrituras para bien conocer la voluntad del Señor.

En los comienzos, el Señor puso todo lo creado bajo el poder y la autoridad del hombre (Gn 1,28), verdadero vicario, virrey del orden del mundo; ordenamiento perdido por el pecado de autosuficiencia, restaurado cuando el Pobre de Yahvé murió en la Cruz proclamando que todo se había cumplido (Jn 19,30).

La obediencia infinita de Jesucristo a la infinita y salvífica autoridad del Padre, puede percibirse en la agonía del monte de los olivos cuando, puesto de rodillas, oraba al Padre: «Padre, si quieres, quita de mí este cáliz; mas no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). Y fue obediente hasta la muerte.

Esta obediencia insondable, indecible, inaudita, presupone la obediencia de María en el momento en el cual el tiempo histórico llegó a su plenitud (Gal 4,4). Las palabras de María: «he aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), no sólo constituyen el asentimiento solicitado por Dios y esperado por la humanidad, sino la libre obediencia de María; asiente y obedece en nombre de la humanidad y, en ese instante preciso, es ya mediadora. Pero también la obediencia de María presupone la obediencia de San José a la voluntad del Padre. José nada dijo, guardó silencio, como advierte Juan Pablo II (Redemptoris custos, nº 4 y 17), pero «hizo como el ángel del Señor le había mandado» (Mt 1,24). Como ningún otro, José es testigo del misterio encarnado en María y su matrimonio con Ella «es el fundamento de la paternidad de José». El Espíritu Santo, no sólo confirma su autoridad paterna (Juan Pablo II, op. cit., nº 7), sino que el Verbo se somete a José; el Mesías crece en su casa, bajo su techo, y el sagrado silencio de José guarda esa insondable intimidad del misterio. El Salvador «les estaba sujeto» (Lc 2,51): estar sujeto significa reconocer su autoridad, la autoridad paterna de José.

Vida activa y vida contemplativa se vuelven indiscernibles de puro unidas en la vida interior de José. Obediente al Padre haciendo de inmediato lo que le manda, a su vez ejerce auténtica autoridad paterna sobre Jesucristo. Con San José, la obediencia y la autoridad alcanzan la santidad suprema y el mismo Señor que le estaba sujeto durante su vida oculta, nos muestra claramente su humanidad y cómo es verdad que «habitó» entre nosotros.

La autoridad, considerada ahora desde el misterio de la «nueva creatura», adquiere una insondable sacralidad: el padre cristiano, el legislador cristiano, el gobernante cristiano no sólo son administradores de la sacra potestad que está en sus manos, sino que, por eso mismo, deben orientarla hacia el Bien Común Sobrenatural de sus subordinados, infinitamente más valioso (porque se trata de Dios Uno y Trino) que Dios considerado sólo como Bien Común Absoluto.

Cristo venía preparando a los discípulos para la comprensión de su doctrina: el primer paso es el reconocimiento de que la autoridad política temporal proviene de Dios; si así no fuere, San Pablo no hubiese apelado a la autoridad del César en ciertas circunstancias (Hch 16,37; 22,25; 25,12) ni exhortaría a Timoteo a rezar por los gobernantes (I Tim 2,2). No hacía más que seguir fielmente al Señor quien, en el episodio de la licitud del impuesto al César tramposamente planteado por los fariseos, reconoce la autoridad y la jurisdicción del emperador: «pagad, pues, al César lo que es del César…» (Mt 22,21); y cuando está ante Pilato, expresamente proclama la autenticidad de su potestad: «No tendrías autoridad alguna contra mí, si no te hubiese sido dada de lo alto» (Jn 19,11).

Las consecuencias se imponen por sí mismas: es obligatorio para todo sujeto de la autoridad temporal, someter su potestad a la ley de Dios. En la economía de la salvación, la autoridad no puede ser auto-suficiente y quienes son sus depositarios tienen la capacidad y la obligación de rendirla al único Dios verdadero y a la única Iglesia verdadera. Desde el punto de vista cristiano, la autoridad está asociada a la redención del hombre y ningún cristiano católico puede, sin pecado, renunciar a esta misión de la autoridad. El ejercicio de la autoridad debe ser santificadora desde el padre de familia al gobernante político porque en todos sus grados, debe ser ejercida según el Modelo de todo gobernante que es Cristo, Rey de Reyes.

No se vea en mis palabras una suerte de exageración, porque es lo menos que Dios pide al sujeto cristiano de la autoridad. Tampoco nos dejemos impresionar por la multitud de ejemplos de corrupción y antitestimonio de los sujetos indignos de la potestad. En verdad, la autosuficiencia mundana del gobernante se apropia indebidamente, usurpa la autoridad como si fuera absolutamente suya: es el pecado esencial del totalitarismo, porque se apropia de la potestad divina, invierte su sentido y la des-orienta poniéndola al servicio de sí mismo. Pecado verdaderamente satánico porque es imitación fiel de la actitud del «dios de este mundo» que quiere que toda autoridad provenga sólo del hombre y, en el fondo, de sí mismo. Es la reiteración del pecado de los orígenes porque si el hombre es como Dios (Gn 3,5) entonces toda autoridad se vuelve definitivamente secular. Los actuales planes y realizaciones conducentes a un «nuevo (en verdad viejo) orden del mundo», son sa-tánicos. Debemos proclamarlo y reiterarlo.

Por otra parte, el acontecimiento de la muerte salvadora de Cristo, ha liberado al hombre del despotismo del pecado; por eso, así como la autoridad temporal ejercida despóticamente contra el hombre oprime o quita su libertad, el ejercicio cristiano de la autoridad (que implica orden, disciplina, sacrificio) abre el ámbito de la libertad verdadera. No sólo no está reñido el ejercicio de la autoridad (por un sujeto cristiano) con la libertad sino que es la fuente viva y la expansión de la libertad. Cuando San Pablo dice que hemos sido «llamados a la libertad» (Gal 5,1), es verdad que se refiere a la liberación del pecado por Cristo, pero esta liberación incluye a todo sujeto de autoridad, desde el padre de familia al gobernante, que pone la potestad al servicio de la verdadera liberación del hombre.

De todo esto se sigue la sacralidad y necesidad de la obediencia. El Modelo es Cristo, el Obediente al Padre; en verdad, la obediencia de Cristo es la misma liberación o salvación del hombre. Él nos enseña no sólo la obediencia al Padre sino que, con ella y por ella, nos enseña también la obediencia a toda autoridad participada legítima: en nombre de Cristo, debemos obedecer a los padres, a los maestros, al superior, al gobernante; pero también en su Nombre sabemos que, cuando ejercen la autoridad contra la ley de Dios, tenemos el deber de «obedecer a Dios antes que a los hombres» (Act 5,29) aunque esa «desobediencia» obediente conlleve la gloria del martirio.