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Vocación precoz y primeros signos

Con la gracia de Dios, comienzo la grata labor de escribir una Vida del Padre Pío de Pietrelcina. Hay ya muchos escritos sobre él en diversas lenguas, pero yo he querido aquí hacer una presentación breve y fiel de esta santa figura, una de las más notables y atrayentes del siglo XX, para colaborar así a su conocimiento en el mundo de habla hispana, en el que quizá no es suficientemente conocido. Todos los datos, diálogos, frases, etc. que iré citando en los capítulos que siguen, todos están tomados con exactitud de fuentes absolutamente fidedignas, que no he citado en cada caso para no hacer laboriosa la lectura de este breve libro.

Pietrelcina es un pueblecito del Benevento italiano, algo alejado al sudeste de Nápoles. Lugar montañoso, con pequeños pueblos colgados en suaves colinas, tierra de olivos y viñedos. Allí nació, el 25 de mayo de 1887, Francesco Forgione, a quien más tarde conocerá el mundo entero como Padre Pío, el capuchino de los estigmas.

Su padre, Grazio Maria Forgione, se había casado con Maria Giuseppa Di Nunzio seis años antes, cuando ambos tenían veintiún años. Vivían de trabajar un trozo de tierra no mucho mayor de una hectárea en las afueras del pueblo, a una hora andando, que ella había aportado como dote y daba lo suficiente para sustentar a la que esperaban ser una numerosa familia, aunque sin grandes holguras. Los Forgione y sus cinco hijos no eran pobres. Propietarios también de su vivienda, modesta y algo reducida, jamás pasaron hambre y vestían decentemente.

En tiempo de cosecha, Giuseppa, conocida como Mamma Peppa, acompañaba a Grazio en las labores del campo. Tenían asimismo una vieja granja con patos, gallinas, algunas ovejas, conejos... y en donde guardaban los aperos de labranza.

Hay que resaltar de Mamma Peppa que era una ferviente creyente, muy piadosa y entregada a su marido con una solicitud total. Todas las noches, al regresar a casa, la familia se detenía un momento en la iglesia para rezar el ángelus.

En este ambiente de vida sencilla, de trabajo y de piedad, nace Francesco, cuarto hijo del matrimonio. Dos de sus hermanitos mayores se los había llevado Dios al cielo y la madre, mirando a Francesco, se preguntaba:

–¿También a éste lo tomará Dios?

Y así fue en realidad, pero de otra forma.

Experiencias místicas

A los cinco años ya empezó nuestro Francesco a sentir la llamada de Dios.

Grazio: –¿Dónde está Francesco?

Giuseppa: –Ya sabes, Grazio, a estas horas él va a visitar a «Gesù» y a la «Madonna».

Y fue creciendo en este ambiente familiar religioso, sin ocultar a sus padres sus deseos de ser sacerdote, sin ser todavía consciente de si esos deseos eran o no su verdadera vocación. Indicios los había, pues como muy bien se ha sabido con posterioridad, desde esa corta edad ya había tenido experiencias místicas de signos opuestos, con visiones de la Santísima Virgen y de su Ángel Custodio, hasta el punto de llegar a creer que era cosa normal y corriente para todos los creyentes:

–Padre Caruso, algunas veces cuando regreso a casa me encuentro a un hombre vestido de sacerdote que no me deja pasar. Entonces llega un muchacho joven con los pies desnudos, hace la señal de la cruz y el sacerdote desaparece al instante.

–¿Y tú que haces, hijo?

–¿Yo? Pues le doy las gracias a ese muchacho y ya puedo entrar en mi casa.

Tenía nuestro Francesco nueve años cuando fue con su padre a Altavilla Irpina, localidad distante unos veintisiete kilómetros. Era día de feria y fiesta a la vez. Se honraba a su santo patrón, San Pellegrino Mártir, y una muchedumbre acudía a la santa misa que celebraba el obispo. La ceremonia fue larga y solemne, y contrastaba con las miserias humanas llegadas a suplicar una gracia a San Pellegrino. Terminada la ceremonia, muchos peregrinos permanecieron allí invocando al santo. Entre éstos destacaba una madre, joven, que gritaba más que los otros y tendía hacía la imagen a su hijo lisiado y deforme, que daba unos gruñidos ininteligibles.

Francesco le dijo a su padre, que ya iba a salir de la iglesia:

–Espera, papá, un momento.

En un arrebato, la pobre mujer echó a su hijo sobre el altar, a los pies de la imagen del santo:

–¡Si no quieres curarlo, quédate con él!

Ante la sorpresa general, aquel ser retorcido, aparentemente curado, se puso a andar por primera vez en su vida. La madre no creía lo que estaba viendo. Todos los peregrinos gritaron:

–¡Milagro!

Un día nos dirá el padre Raffaele, confesor y uno de los pocos confidentes de verdad del Padre Pío:

–Cuando Piuccio me contó este milagro, lloró abundantemente y no pudo añadir más palabras. Fue como el anuncio de tantas cosas misteriosas que Dios iba a realizar más adelante por medio del futuro Padre Pío.

El apoyo de la familia

Su madre le había contagiado su gran devoción a San Francisco, y él, además, a su corta edad, gustaba de pasar horas y horas de contemplación en la iglesia del pueblo llamada Santa Maria degli Angeli, en la capilla dedicada a Santa Ana, justo donde debajo del altar yacen los restos de San Pío Mártir.

Mamma Peppa: –Grazio, parece que la decisión de Francesco de ser sacerdote va en serio.

Grazio: –Sí, parece que sí. ¿Y qué podemos hacer?

Mamma Peppa: –Pues tendría que estudiar algo más que aprender sólo a leer y a escribir. ¿No te parece?

Grazio: –Sí, creo que sí. Hablaré con don Tizzani, creo que él le podría enseñar, pues es hombre de letras.

Don Tizzani aceptó.

Grazio: –He hablado con don Tizzani. Le dará lecciones de italiano por 50 liras al mes.

Mamma Peppa: –¡Dios mío! ¿Y cómo vamos a costear esto? ¡Si es lo que valen 20 kilos de trigo! Y encima tenemos deudas pendientes.

Grazio: –Para solucionarlo he tomado la decisión de ir a América. Dicen que hay trabajo y lo pagan muy bien. Pronto os podré mandar dinero.

Mamma Peppa: –¡Que Dios nos socorra! Todo sea para que el chico llegue a ser un buen sacerdote. ¡Cuídate mucho, Grazio, y vuelve pronto, amor mío!

El padre embarcó hacia Nueva York en 1898. Francesco tenía solamente once años y no le volvería a ver hasta 1903. En 1910 Grazio volvió a embarcarse, esta vez rumbo a Argentina, donde pasó siete años más.

El Padre Pío, visiblemente emocionado, dirá varias veces a lo largo de su vida.

–Mi padre tuvo que exiliarse dos veces para que yo pudiera hacerme capuchino.

Así pues, Francesco, con sus once años cumplidos, tenía muy claro que quería ser sacerdote y le atraía sobremanera la orden de los capuchinos. Cada día se presentaba en casa de don Tizzani, pero no avanzaba en los estudios.

Mamma Peppa: –Francesco, hijo mío, me ha dicho don Tizzani que no adelantas nada, que tu inteligencia está cerrada y que no hay nada que hacer.

Francesco: –Mamma, puede que mi cerebro esté cerrado, pero el corazón de él es malo. Por eso no puedo aprender nada.

Con el tiempo se supo que don Tizzani era un sacerdote que se había secularizado para poder vivir con una de sus feligresas. Instinto espiritual el del muchacho que sólo es comprensible bajo el misterio de una presencia sobrenatural que le irá acompañando a lo largo de su vida.

Mamma Peppa decidió enviar a Francesco a otro profesor, Angelo Càccavo. De inmediato empezó a progresar de tal forma que en dos años recuperó todo el tiempo perdido con anterioridad. Gustaba de estudiar en la torretta, habitación separada del resto de la casa, situada sobre un peñasco, a la que se accedía desde fuera por una escalera empinada. Allí se respiraba tranquilidad y silencio.

Francesco: –Mamma, ¡qué bien se estudia arriba en la Torretta!

El hábito del Espíritu Santo

El 27 de septiembre de 1899, con doce años, recibe su primera comunión junto a la confirmación. Guardará de por vida en su corazón la emoción de aquel día. Quince años más tarde, ya sacerdote, sentiría la misma emoción al preparar a más de cuatrocientos niños de Pietrelcina para la confirmación. Así decía la carta a su director espiritual:

«Lloraba de consuelo mi corazón, porque me acordaba de lo que el Espíritu Santo me había hecho sentir el día en que recibí el sacramento de la confirmación. Con el recuerdo de ese día me siento enteramente devorado por una llama muy viva que me quema, consume y no causa dolor».

Él es el encargado del correo familiar por ser el más instruido. A su padre le cuenta sus progresos escolares, todo lo que ocurre en casa y...:

«Papá, que esté decidido a ser sacerdote no es nada nuevo para ti, pero ahora ya sé en qué Orden voy a ingresar, ¡en la de los Capuchinos! –le escribe a su padre el 15 de octubre de 1901–. El año próximo, si Dios quiere, todas las fiestas y todas las diversiones habrán acabado para mí, porque abandonaré esta vida de ahora para abrazar otra mejor».

Y así fue. En junio de 1902 es admitido en el noviciado capuchino de Morcone, a sus 15 años.

Pero el paso a la vida religiosa no fue nada fácil para el muchacho que ya venía cosechando desde la infancia experiencias místicas de muy distinta índole y una fuerte, fortísima, oposición del mismísimo diablo que ya preveía su futura doble misión: participación en los sufrimientos de Cristo y una intercesión llena de éxitos en pro de las almas. Las visiones de una lucha sin cuartel con el diablo, quien terminaba huyendo, y posteriormente de Jesús y María que lo alentaban y le aseguraban que saldría vencedor, eran el presagio de lo que le esperaba.