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Vida íntima

Nada nos muestra mejor al Santo en su vida íntima, nada nos descubre tan perfectamente el misterio de su vida, ni nos permite conocerlo con mayor exactitud, como los propios escritos que de él conservamos. En un conjunto de breves frases encontramos la verdadera fisonomía moral del Siervo de Díos. Podremos así conocer cómo entendía el Santo la vida espiritual, y el puesto que en ésta daba a la divina Eucaristía.

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Pascual se asemeja por su modo de pensar a los grandes místicos de su tiempo, tales como Santa Teresa, San Juan de la Cruz y San Pedro de Alcántara. Para nuestro Santo el fin del hombre es, como para aquéllos, la plena unión con Dios, fuente de toda felicidad, unión a cuyo logro consagra él todos sus esfuerzos durante el curso de su vida.

Al objeto de alcanzarla, debe el alma recorrer un «camino áspero», al que llama la «cuesta del Carmelo», o bien la «noche obscura». Sus etapas vienen a ser «lugares en los que se reposa un instante para reparar las fuerzas y proseguir la marcha».

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El punto de partida de este camino consiste en

«despojarse de toda cosa terrena y reducir a servidumbre el propio cuerpo. Los ayunos y las vigilias son necesarios. Todo el que se echa a dormir o se carga de provisiones no se halla en disposición de hacer el viaje. Es también indispensable, al efecto, la medida de la mortificación. No puede llevarse uno sino lo absolutamente imprescindible, como no puede tampoco detenerse más tiempo que el preciso para tomar aliento. La penitencia no tiene otros límites que los que le señala la ley de Dios».

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Una vez puesta el alma en camino, necesita dos cosas: conocerse a sí misma y conocer a Nuestro Señor Jesucristo. Pero para ver ambas claramente, es necesaria

«una operación laboriosa del espíritu en busca de una verdad oculta», no menos que la «consideración atenta de las Santas Escrituras».

El alma conoce, gracias a estas consideraciones, «su pequeñez, su miseria, su nada. Arranca de raíz el amor propio y concibe de sí misma un horror grandísimo».

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Como consecuencia de ello, «siente sed de desprecios, de aflicciones y de desaires, desea ser pisoteada y tenida en ningún aprecio». Es el «sufrir y ser despreciado por Ti» de San Juan de la Cruz.

«Sabe el alma que es merecedora por sus pecados de estos ultrajes y aflicciones. De aquí el que, al recibirlos, sienta en ello regocijo a causa de que así se le hace justicia».

Buscar este regocijo y embriagarse de oprobios y de dolores, parecía a nuestro Santo la cosa más natural del mundo. Santa Teresa decía: «o padecer o morir».

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Quiere el alma entonces asemejarse en todo a Jesucristo. Al recorrer las Escrituras,

«la luz de lo que han dicho los Padres y los escritores, representándose como si entonces pasaran ante sus ojos los misterios del nacimiento, de la vida, pasión y muerte de Jesucristo, el alma se enamora de Él y quiere hacérsele en todo semejante. He aquí en lo que consiste el ejercicio de todas las virtudes».

Este camino no puede recorrerlo el alma sino en «largos años», llegando por fin al término de esta primera etapa:

«la unión de la inteligencia y de la voluntad con Dios Nuestro Señor. Ella se ve y se estima en lo que Dios la ve y la estima. Ella quiere para sí misma lo que Dios juzga que más le conviene. De aquí la paz de que goza».

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A partir de entonces, el alma «ve a Dios en las criaturas».

Las personas y los sucesos aparecen a sus ojos como otros tantos «emisarios de Dios, que ella acepta en la misma forma en que Dios los manda».

Guiada por esta verdad vuelve el alma a continuar su camino. Desde este punto «ilumínala una dulce claridad». La marcha, con todo, continúa siendo «difícil y laboriosa»:

Para proseguirla hay necesidad «de tiempo y de vigorosos esfuerzos. Si bien este camino no la conduce al término del viaje, la aproxima, sin embargo, a él y la coloca en una nueva etapa que será la última».

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Todo lo ve como don de Dios:

El alma, entonces, «interrogando a su propia experiencia y a la autoridad de las Escrituras, pone su consideración en los beneficios de Dios». Y en vista de estos beneficios, «deplora los pasados extravíos, demanda perdón por ellos y da gracias al Señor».

Entretanto reconoce que Él es el «soberano dueño de cuanto existe, el autor de todo bien», mientras que ella «se hace apta, merced a estos beneficios, para servirle y agradarle».

Piensa también en «su creación». Por Dios «fue sacada de la nada». ¿Con qué fin? «Con el de que le ame por toda una eternidad. ¡Ella, pues, estaba eternamente presente a Él como ser predilecto!... »

«Padre mío, exclama el alma por su parte, tú estabas enamorado de mí: ¡de ti proviene mi gloria y mi esperanza! ¡Con qué amor tan fiel y tan profundo debo yo amarte!...»

El alma se engolfa en la consideración de «los dones con que la adorna su Soberano: una inteligencia para conocerle, una memoria para acordarse de Él y un cuerpo para servirle». De aquí deduce que «ella se debe toda a Él».

El alma conoce cómo Dios «la ha colmado de gracias». «En vista de los méritos de Jesucristo, Él le ha dado al Espíritu Santo, privilegio de amor, signo de adopción, anillo de esponsales. Este Espíritu le comunica sus dones y sus frutos. Obra de este dador divino son las santas inspiraciones de la gracia y la eficacia inefable de los Sacramentos. ¡Demos gracias a Dios por este su don inenarrable!»

Su experiencia, a la vez, le hace ver «la perseverancia con que, sin desalientos, la ha buscado Dios, cómo la ha perseguido como a oveja errante, devolviéndola luego y colocándola en su redil. ¡Gracias, Pastor amabilísimo, por las advertencias que me has hecho, ya en el fondo de mi corazón, ya por boca de las criaturas!»

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El alma se siente «justificada».

Una dulce confianza, fundada en la bondad de «Dios, que es autor de los pensamientos y de las acciones», le dice que «su voluntad ha cambiado. Ella ama ahora aquello mismo de que antes huía. Y exclama con San Francisco: “¡La amargura se ha convertido en dulzura!”»

El alma prueba diariamente que «Dios la gobierna».

«Ella por sí misma es pobre y desnuda de todo bien. Gracias al Señor se ve rica, se alimenta a saciedad y se fortifica y se alegra».

*

El alma presiente los fulgores de su futura la glorificación.

«Sus delicias sobrepujan a cuanto puede humanamente concebirse. Ella va muy pronto a descubrir con sus ojos la hermosura suprema de su Redentor, va a verlo rodeado de toda su gloria en los cielos».

Una tal perspectiva la enardece, así que llega a exclamar fuera de sí:

«¡Oh bondad suprema! ¡Oh eternidad profunda! ¡Oh majestad impenetrable! ¡Oh amor todo fuego! ¡Oh huésped suave! ¡Oh dulzura exquisita! ¡Oh rey de la gloria! Tú bastas para hacerme feliz, tú redimes sobreabundantemente, tú enseñas con sabiduría, tú guardas con solicitud. ¿Cómo podré yo corresponder a tus favores? ... »

«Y el alma lo recibe todo de la casa de Dios como un presente por el cual da gracias. Y entra en el goce de esta dulce quietud, que es como el fundamento de su vida, posee esta sabiduría oculta que juzga a lo divino de todas las cosas, y gusta las delicias que se sienten en el servicio de Dios».

He aquí lo que constituye como un lugar de descanso en el que se toman fuerzas para recorrer la última etapa. Hasta este punto ha sido conducida el alma por la oración,

«fuente de toda justicia, alma de toda virtud, alimento de su hambre y sostén de su vida. La oración fue para ella lo que son para una ciudad los muros almenados y las torres; lo que para el cuerpo humano los nervios de los que recibe consistencia y movimiento. Prudencia, fortaleza, bondad, paciencia, igualdad de carácter, todo, en una palabra, lo debe a esta santa oración».

«Conversando con Dios, el alma, antes pecadora, ha alcanzado la sabiduría».

*

Le falta ya tan sólo recorrer la última etapa, es decir, «entrar en la intimidad con Dios».

«Para ello no hay necesidad de tiempo: basta un instante. Desaparece el trabajo, porque lo suple la ciencia infusa. Todo se reduce al ejercicio de aspiración. Es este estado un fuego que consume, alimentado de continuo por fervientes deseos de amor; fuego divino encendido en el alma amante por la bondad divina y acrecentado por medio de una apacible contemplación. Su término es el cielo».

El alma, que antes era «esclava» y «discípula», es ahora «la esposa que se deleita en admirar las perfecciones de aquel Dios con el cual está unida»... «¡Su Esposo es para ella el principio, el medio y el fin de todas las cosas!»

Él es la belleza que se refleja en la belleza de todas las criaturas, lo mismo en los cuerpos que en los espíritus: la belleza que transporta de júbilo a los ángeles. Él es la majestad que adoran temblando las celestiales milicias, siempre sumisas a sus órdenes. Él, en suma, es el amor. Y este amor es el manantial de todo bien. Es por su naturaleza fuego que quema, que inflama, que ilumina. Siendo Dios amor, crea, enriquece, ilustra, enciende el amor y concede la calma de una libertad inexpugnable. Él es la actividad fecunda en la calma inmutable.

El alma lo ama y con esto está satisfecha. Lo posee y posee en Él todas las cosas. La posesión de este tesoro la enajena en santos transportes de gozo:

«¡Amor, tú eres mío! ¡Qué dicha para mí el poseerte! ¡Vida, tú eres mi vida! ¡Fin venturoso, yo te entreveo! ¡Oh Dios, mi felicidad y mi contento!»

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Ante el alma se desarrollan los beneficios de Dios, el amor de Jesucristo y la suprema perfección del Esposo; y entona el cántico de acción de gracias. Sus ojos descubren esta sabiduría divina que la ha buscado y que la conduce al término, y no cesa de prodigarle alabanzas.

Contempla la majestad incomparable de su Señor, y lo adora con la frente en el polvo. Se siente aprisionada con lazos de amor y rodeada de un círculo de fuego celeste, y dice a su Dios:

«Tú solo me bastas. Que nada venga ya a distraerme. El mundo no existe para mí. Tú eres mi padre, mi esposo, mi familia. ¡Tú mi anhelo, tú mi amor, tú mi fe!»...

Suplica aún, es cierto, pero a fin de satisfacer los deseos que tiene Dios de otorgarle sus gracias. Pide con amor y por amor: pide a Dios, a Dios únicamente... Y Dios, a su vez, tiene puestos sobre ella sus ojos y escucha, para colmarlos, los deseos de su corazón. La oración es para ella como una prenda de amor que se le exige para mantener la unión. ¡Dios sabe qué útil es al alma su presencia y cuánto le perjudicaría su ausencia, aunque tan sólo durara un momento!...

*

Su oración es entonces una verdadera «contemplación». Muerta el alma para las cosas de este mundo, disfruta de los beneficios de la paz y de la dulzura interior, beneficios a los que nada logra igualar y que sólo en el cielo pueden gozarse más plenamente.

El alma espera tranquila. Cuando Jesús le diga: «Venid», el alma tenderá sus alas y emprenderá el vuelo. El camino lo ha recorrido ya. Ha llegado al puerto. Sus ojos descubren la patria.

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Los breves escritos y las plegarias del Santo nos muestran perfectamente el lugar principal que ocupa la Eucaristía en este viaje del alma hacia el reino eterno. La Eucaristía es un «Sacramento de amor».

«A su caridad infinita y al amor ardiente que nos profesa, debemos el que Jesús, Hijo de Dios vivo, haya dado a los hombres su Cuerpo y su Sangre en comida y bebida divinas, durante la tarde misma que precedió al día de su muerte».

Pascual juzgaba necesaria la confesión sacramental a fin de comulgar dignamente; así que la hacía preceder a todas y cada una de sus comuniones.

Los días que comulga se nota en él un mayor recogimiento y un más profundo silencio, «porque no está bien divulgar el secreto del Rey».

En presencia de Jesús que va a visitarlo, se considera a sí mismo como el «enfermo delante de su médico», como «Zaqueo, el publicano, frente a su huésped», como «el Centurión hacia el que se dirige Cristo». Su conciencia le dice que él es lo que una «casa que necesita limpieza», lo que un «hombre acometido por todas partes y privado de defensa», lo que un pecador «abrumado de crímenes y que necesita le sean éstos perdonados». Por eso, la consideración de su propia miseria le anonada.

«¿Quién soy yo ¡oh Dios grande y poderoso! para que tú te acerques a visitarme?»... «¿Quién es el hombre ¡oh Padre de misericordias! para que tú le hagas descansar en tu propio corazón? No bien es sacado de la nada, lo haces rey y lo colocas en un paraíso delicioso. Una vez redimido le preparas un festín, y en este festín ¡te ofreces a Ti mismo! ¡Oh Dios! ¡Cuánta condescendencia! ¡Cuánta liberalidad, en permitir que encierre en mí corazón a Ti, que eres infinito!...»

Y lleno de reconocimiento exclama:

«¡Oh buen Jesús! yo te ofrezco mi pobre alma, mi tibio corazón... ¡Yo, que he pecado! te suplico ablandes mi pecho endurecido y hagas brotar mis lágrimas. ¡Que éstas laven las manchas de mi alma!

«Mi vida no es otra cosa que una larga cadena de faltas, pero tú puedes perdonarme porque eres bueno y misericordioso. Perdón ¡oh amable Señor! pues estoy pesaroso de haberte ofendido y estoy resuelto a servirte en adelante con fidelidad inviolable...»

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La Eucaristía es el confidente de Pascual durante la primera etapa del viaje.

«Yo soy lo que el pequeño Benjamín sentado a la mesa de su poderoso hermano José.

«Os pido por favor que me tratéis como a uno de vuestros amigos. Yo estoy enfermo ¡curadme! Estoy pobre ¡enriquecedme!

«Aumentad en mí la fe, el amor y las fuerzas, para que os sirva, para que pase mi vida alabándoos, ¡para que llegue a poseeros en la gloria!»

La Escritura y su propia experiencia le demuestran asimismo la grandeza de la Eucaristía. Las sagradas páginas le dan a conocer su historia, y la experiencia le suministra las fórmulas de sus plegarias.

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En la segunda etapa se le representa la Eucaristía como la obra de Dios más excelente. Para recibirla dignamente, invoca en su ayuda a la Santísima Trinidad.

«Jesús, por quien suspira mi corazón, yo te estoy preparando la ciudad de Dios, obra grande entre todas. ¡Padre celestial, ayudadme!

«Yo te estoy construyendo un templo consagrado a tu gloria. ¡Hijo de Dios, sabiduría eterna, inspiradme!

«Yo voy a recibir a la santidad por esencia. ¡Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, sed para mi corazón una llama que ilumina, un fuego que purifica, un soplo que alienta!»

La Eucaristía era para nuestro Santo el manantial de todos los bienes. Él, al recibirla, se considera a los ojos de Dios con derecho al «perdón y a la vida». En ella hallará su fe una «armadura», su experiencia una «garantía», su voluntad una «boca».

La Eucaristía le hará perseverar «firme en el bien», «despreciador de las vanidades», «indemne en los asaltos de la concupiscencia», y será para él un «freno» y una «reforma completa».

«Sed para mí un aumento de caridad, ¡que el fuego sea más ardiente!; de humildad, ¡que mi pequeñez sea más profunda!; de paz, ¡que mi reposo sea más completo!; y de toda virtud, ¡que yo crezca sin cesar y que persevere en el bien hasta el fin!»

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Durante la última etapa, asimismo, la Eucaristía es para él causa de toda dulzura y de toda alegría.

«Tus mismos labios ¡oh Jesús! lo han dicho: “Yo soy el Pan de vida que descendió del cielo; quien me come vivirá siempre”.

«¡Oh Pan, que eres la santidad misma, da a mi paladar la gracia de gustar de ti únicamente! ¡Concédeme que todo, fuera de ti, me sea insípido!

«¡Oh Pan, que eres la misma dulzura! En ti están encerradas todas las delicias y todos los sabores. Tú eres un aroma siempre embriagador. ¡Recibirte a Ti es deleitarse en la abundancia!

«¡Oh Pan, que eres el cielo mismo trasladado a mi corazón, haz que mi alma, rica en poseerte, se embriague con los placeres de los elegidos!...

«Yo te poseo como dentro de un velo. ¡Cuánto tarda en rasgarse a mis ojos ese velo, para que pueda yo contemplarte al descubierto, a Ti, resplandor vivífico y eterno!... ¿Llegará pronto a lucir el día claro de tu luminosa presencia?...»

Sucede con frecuencia que la etapa última del camino de la perfección, no obstante ser la última, no por eso deja de ser etapa. El camino no es el término; la patria está ante sus ojos, pero él no está todavía en ella. Así, pues, gime conmovido:

«¡Oh santa Hostia! ratifica entre uno y otro una unión indisoluble, ¡sé como un nudo que me sujete a ti para siempre!

«Yo estoy unido a Ti. Haz que el pecado no proyecte nunca sobre mi felicidad su sombra siniestra; que me haga insensible al mundo y a sus seducciones, que mi carne sea santa y sumisa, ¡que, en una palabra, mi triunfo sea completo!»...

Y seguro luego de que ha sido favorablemente acogida su oración, prorrumpe conmovido en acciones de gracias:

«Gracias te sean dadas ¡oh eterno Padre! que me has dado en la Hostia a tu Hijo, mi consuelo y mi libertad.

«Gracias te sean dadas ¡oh Redentor mío! que me haces rico con tu propia riqueza, la de tu Cuerpo y de tu Sangre.

«Gracias te sean dadas ¡oh Espíritu Santo, que eres todo amor! Merced al divino Huésped la caridad se desborda en mi corazón. ¡Que los ángeles del cielo, que las criaturas todas del universo, se unan a mí para cantar tus alabanzas!»

Tal es la plenitud de la gloria que comienza ya en la gracia.

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De lo dicho se desprende que la Eucaristía era el centro y el hogar encendido de la vida interior de Pascual. Ese amor tan ardiente que sentía por la Eucaristía es lo que, según todos los testigos, le obligaba a pasar todo el tiempo de que disponía al pie de los altares. En la Eucaristía hallaba luz, fuerza y consuelo.

«Sus meditaciones sobre el festín eucarístico, observa León XIII, le hicieron capaz hasta de escribir libros piadosos, de defender valerosamente la fe y de salir victorioso de grandes tribulaciones. El afectuoso ardor de su piedad misma se prolongó más allá del término de su vida mortal» (Providentissimus).

¿Dónde hallar, pues, un mejor Patrono para las Asociaciones eucarísticas?