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El corazón de un Santo

El prójimo es el medio que Dios nos ha dado para poder apreciar el amor que a Dios tenemos (Santa Catalina de Sena).

Nadie puede amar tanto a los hombres como los santos, porque nadie hay que ame a Dios en la medida en que ellos lo aman. Y no deja de ser realmente maravilloso el que los santos, no obstante tratarse con tanto rigor a sí mismos, agoten los recursos de su inmensa caridad siempre que se trata de servir a los prójimos.

San Pascual, que amaba a Dios como a Padre suyo, no podía tener para con sus semejantes otro corazón que el de una madre.

«Siempre que lo veíamos triste, alega Ximénez, nos decíamos a nosotros mismos: no hay duda que Pascual acaba de oír de labios de cualquier infeliz la relación de las desdichas de que es víctima».

¡Y son tantos los infortunios que nos afligen en este valle de lágrimas! ¡Hay en él tantas penas que combatir, tantas heridas que curar, tantos obstáculos que remover!

«¡Pobres hermanos míos!, se lamentaba Pascual al verse ante algunos religiosos enfermos–el régimen conventual es demasiado penoso para ellos». Y en seguida: «venid, les decía al oído, acompañando sus palabras con una sonrisa, venid al refectorio», y les indicaba luego una hora a propósito.

Aun en tiempo de ayuno riguroso llevaba su afecto por los frailes enfermos hasta el extremo de prepararles discretamente en algún rincón de la cocina una ligera colación. Luego, pretextando alguna ocupación urgente, los dejaba solos sin entretenerse a cerrar la puerta del refectorio... Porque ¿qué ganaba con hacerles salir los colores al rostro, publicando así su debilidad corpórea, como si ésta no les hiciera ya sufrir bastante por sí misma?

«Predicaba yo la Cuaresma, nos dice Ximénez, en tiempo en que Pascual era refitolero. Cierto día en que me vio pasar cerca del refectorio llegóse a mí y me detuvo cariñosamente. “¡Cuánto os fatigáis!” exclamó; “es preciso atenderos; seguidme, que tengo reservado algo para vos”; y me ofrece un panecillo blanco, diciéndome insistentemente y casi con voz suplicante: “Tomadlo, que bien merecido lo tenéis por vuestros trabajos”».

Si veía a cualquier religioso atareado con alguna penosa ocupación, le decía sonriendo: «permitidme que os ayude»; y quitándole la azada de las manos se ponía a trabajar con ahínco en tanto sus deberes no le llamaban a otra parte.

Estando en medio de los pobres parecía hallarse como en su elemento. «Ellos, aseguraba, me recuerdan la vida de otro tiempo». Diríase que no podía vivir sin su compañía. En cierta ocasión, hablaba el Santo con un amigo suyo, al cual exponía la pena que sentía a causa de haber sido cambiado de convento:

«Haceos cargo que, estando aquí nosotros muy separados del camino ordinario, apenas si nos es dado recibir visitas de pobres. ¡Vienen aquí tan pocas veces!»

Pero no tardó felizmente el Santo en hallarse otra vez en medio de estos sus amigos. Entonces, desde muy de mañana no parecía preocuparse más que por ellos. Era preciso alimentarlos a todos, y su número, por lo demás, iba aumentando de día en día. Les pasaba aviso cuando los encontraba en los caminos, así que nunca le faltaban clientes.

«¡Vamos, Fr. Juan, apresurémonos a preparar la sopa, y que Dios nos ayude! Ya lo veis, nada ha sobrado hoy de la comida. ¡Ah! tal vez no ha bastado a los religiosos lo que les hemos guisado, porque la limosna de ayer fue muy escasa... Pongamos pronto la marmita al fuego».

Y a medida que hierve el agua, va el Santo arrojando dentro de la marmita migas de pan, un puñado de sal, un tantico de aceite... «¿Para qué sirve tan poca cosa?», le dice confuso el cocinero.

«¿No hemos hecho cuanto estaba de nuestra parte?, replica Pascual. Ahora toca a Dios hacer el resto». Y la sopa, al decir de un testigo, resultó aquel día sumamente apetitosa.

Tal era Pascual cuando estaban de por medio los pobres, aun siendo tan riguroso para consigo mismo. A ellos iba a dar siempre cuanto caía en sus manos. Un día el Santo se dirigió al limosnero, y le dijo:

«Tened la bondad de ir al pueblo a mendigar pan con destino a los religiosos, pues no hay bastante para el mediodía».

Causaron extrañeza al interlocutor estas palabras, ya que el día anterior había traído provisión abundante. Así que respondió:

«Tal vez sea cierto que habéis distribuido cuanto teníais. Con todo, bueno será que vayamos a mirar antes».

Y llevando tras de sí al Santo, registra por todas partes y da al fin con un canasto lleno de panes y puesto aparte para los pobres. Lleno entonces de indignación carga con el cesto, lleva a remolque al Siervo de Dios, y se dirige a la presencia del Superior.

«Ved, le dijo fuera de sí, ved lo que está haciendo Pascual. Cuanto nosotros mendigamos con tanto trabajo, lo distribuye luego él sin miramiento alguno. ¿Está esto bien hecho? ¿Es justo que él desempeñe, a cuenta de nuestros sudores, el papel de caritativo? ¿Y qué opinión formarán los bienhechores si tienen noticia de tan locas prodigalidades?»

El Guardián escucha con calma y casi sonriente. Pascual, por su parte, guarda la actitud de un culpable cogido en flagrante delito: sus labios permanecen mudos. Luego que el acusador termina su discurso, el Guardián le aconseja que modere su impaciencia. Y añade con acento irónico:

«Y bien, ¿qué queréis que haga? Fray Pascual es un santo, y con tales sujetos no siempre puede uno obrar a medida de sus deseos».

Aterrado con una tal respuesta, el Siervo de Dios echa mano del cesto y huye apresuradamente.

«Yo le seguí confuso, agitado, lleno de ansiedad, dice el testigo, y vi que Pascual ponía a cada religioso su porción, después de lo cual aun tuvo pan en abundancia para sus pobres».

Otro fraile quiso reprenderlo por las buenas.

«Os pido por gracia, Fr. Pascual, le dijo, que moderéis vuestras generosidades, pues con no poco trabajo podemos hallar lo bastante para nosotros mismos. [Era en tiempo de carestía].

–Confía en Dios, respondió el Santo, que yo te aseguro que cada pedazo de pan que sale de aquí, nos franqueará a la vez dos puertas por las cuales entrarán las limosnas en esta casa».

Y de hecho, nunca permitió el Señor que se sufriera hambre en los conventos en que habitaba Pascual.

Por otra parte, nuestro Santo era un provisor tan solícito, como sumamente delicado. El atendía a todo, lo mismo al alma que al cuerpo, y aun puede decirse que no se descuidaba de satisfacer hasta las mismas susceptibilidades del amor propio.

Su primer cuidado lo ponía en hacer orar a los pobres. Rezaba él mismo de rodillas y en voz alta en medio de ellos algunas oraciones, a las que los pobres solían responder en coro. Luego les servía la comida, llenando sus escudillas, llamando por su propio nombre a cada uno de los que iban de ordinario, y dirigiéndoles siempre alguna palabra cariñosa relativa a los modestos negocios en que se ocupaban. Nunca se molestaba con sus groserías ni con sus caprichos, y ni aun sus propios vicios le servían de óbice para que aminorase su caridad para con ellos.

«Hermano, le dijo una vez el Superior, veo que se abusa de vuestra bondad. Algunos hay entre vuestros pobres que no trabajan y que se aprovechan de vuestros favores para poder entregarse a la ociosidad. Y no faltan tampoco varios que mejor harían en irse al hospital que en arrastrarse de continuo por las calles. Estos abusos son culpa vuestra, así que os aconsejo que antes de dar miréis a quien dais.

–Padre mío, respondió el Santo, las limosnas que hago las hago por Dios. ¡Si yo rehusara dar a alguno lo que pide, me expondría a tratar de este modo a Jesucristo!...»

¿Cómo replicar a tales razonamientos?

A pesar de todo, Pascual tenía también sus predilectos. A este número pertenecían los estudiantes pobres que cursaban en los colegios y en las universidades.

«Debemos interesarnos tanto más por sus estudios, alegaba el Santo, cuanto que la mayor parte de ellos cursan la carrera eclesiástica. Desean ser sacerdotes de Jesucristo y es preciso ayudarlos».

Después de los estudiantes, prefería a los pobres vergonzantes, a quienes trataba con todo género de atenciones.

–Para ellos, decía, es la pobreza mucho más dolorosa que para ningún otro.

De aquí el que Pascual se desvelara en ayudar a un anciano que había decaído de su brillante posición. Para él reservaba parte de la comida que le pasaban en el refectorio, le hablaba con respeto y le obedecía como pudiera hacerlo un criado. El anciano noble, en medio de su infortunio, se hacía, siquiera fuese por un instante, la ilusión de ser todavía un gran señor. Y Pascual sentía complacencia en ver que su protegido llegaba por este medio a experimentar algún consuelo...

A los vergonzantes sucedían los lisiados, los cojos y los deformes de toda clase. ¿Por ventura no eran éstos los miembros pacientes de Jesucristo? ¿Y no eran tanto más dignos de compasión cuanto que unían a estos males el de la indigencia?

Y así por este estilo solía nuestro Santo hallar siempre una razón que justificara sus preferencias y sus atenciones, que a veces eran calificadas por los otros como «faltas imperdonables». Dios Nuestro Señor se complacía, a su vez, en mostrar con hechos prodigiosos qué agradable le era esta inagotable caridad de su fiel siervo.

Cultivaba Pascual un plantío de hierbas medicinales con destino a los enfermos. Y también tenía otro de legumbres, que reservaba para la ayuda de sus pobres. Un día, había distribuido muchas hojas de bledo. Al anochecer, volviendo el síndico al convento, tropezó con una caterva de muchachos que solicitaban se les diese también a ellos de aquellas hojas. El buen Santo, todo inquieto, no sabía qué resolución adoptar. «Veremos», concluyó por último.

Marcha luego al jardín, en compañía del síndico, y logra recoger algunas hojas que por casualidad había allí todavía. Hace con ellas un ramillete y corre a entregarlo a los pequeños solicitantes. El huerto quedaba con esto completamente despojado.

«A la mañana siguiente, agrega el síndico, me hallé a la puerta del convento, en el momento de entrar en él, con otro nuevo grupo. “Es inútil, dije, que pidáis más hojas, porque se han concluido. Ayer recogió las últimas estando yo presente”

«Entretanto llega Pascual a abrir la puerta, presta oídos a la súplica y se encamina al huerto. Yo sigo tras él. ¡Cosa extraña! El huerto había cambiado de aspecto. Los tallos de los bledos estaban de nuevo florecientes, deleitando la vista con su frondosa vegetación. “¡Ved qué bueno es nuestro Dios!, me dice Pascual sonriendo. Él ha hecho nacer más durante la noche, movido sin duda a compasión hacia los pobres enfermos”.

El síndico apenas daba crédito al testimonio de sus ojos: “¡Ah, hermano!, exclama. Yo creo que vos habéis pasado en oración toda la noche, a fin de obtener un tal prodigio”».

El humilde Santo no responde a esta pregunta, pretextando que tiene prisa por llevar las hojas.

Había, sin embargo, ocasiones en que no le era dado satisfacer las demandas que se le dirigían. ¿Cómo salir entonces del paso? Pues... yendo al jardín y reuniendo algunas flores, con las que formaba un ramillete que entregaba luego con amabilidad al solicitante. Lo mismo hacía Santa Catalina de Sena, a la que el Santo profesaba gran devoción: enviaba flores a algunas personas en señal de afecto.

Verdaderamente, cuando reina en un alma el amor de Dios, purifica y ennoblece el amor del hombre, hasta hacerle dar pruebas del mismo por medio de signos tan expresivos.

Con todo, este amor hacia los pobres no estaba exento de molestias. Habiéndose sabido en el pueblo que había dentro del convento un pozo de agua muy fresca, no faltaron muchas personas que comenzaron a solicitar se les diera de aquella agua. A partir de este momento se inició una procesión continua de mujeres y niños que acudían con cántaros y jarros a las puertas del convento. Y entonces comenzó también para Pascual el trabajo de recibirlos y de hacer el oficio de aguador, oficio al que se dedicaba con su acostumbrada benevolencia. Y esto exigía un continuo ir y venir, y depósitos de agua preparados de antemano, al objeto de satisfacer todas las demandas.

–A Jesús es a quien hago esta caridad, pensaba Pascual, y Jesús ha prometido recompensarla. Así que en esta obra ponía todo su empeño.

El Siervo de Dios amaba también a los niños, como Jesús los había amado.

«Lo recuerdo como si hubiera sucedido hace un momento, alega a este propósito uno de los testigos. Tales y tantas cosas se decían de Fr. Pascual, que me entraron ganas de conocerle. Tenía yo por aquel entonces como unos siete años. Nuestra casa estaba a respetable distancia del convento. Un día convine en ir a verle juntamente con otros tres compañeros de mi edad, y nos pusimos por fin en camino.

«“¡Está muy bien!”, exclamó Fr. Pascual, quien parecía esperar nuestra llegada. Y nos hizo luego caricias tan afectuosas y nos contó tan hermosas historias, que nos alejamos admirados, no sin llevarnos para el camino una modesta merienda.

–“¿Volveremos de nuevo ¿no os parece?” Y en efecto, desde aquel día acudimos con frecuencia a visitarlo».

El Santo gozaba de gran reputación en el mundo infantil; así que jamás escaseaban las visitas de los niños. Pascual tenía para todos y cada uno de ellos una sonrisa, una fruta, una flor o cualquier otra fruslería. Tampoco faltaba nunca para ellos una preciosa historia, que no olvidarían nunca, y cuya conclusión le inculcaba la necesidad de ser buenos cristianos para ser felices.

–“¿Por qué os entretenéis tanto tiempo con los pequeños?”, preguntó a Pascual el religioso de cuyo testimonio nos valemos en este caso. “Nada más sencillo, respondió el Santo,: porque veo en los pequeños al Niño Jesús, y en las pequeñas a la niña María”».