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Martes V semana de Cuaresma

Hebreos 3,1-19

La cruz de Cristo, fuente de todas las gracias

San León Magno

Sermón 8 sobre la pasión del Señor 6-8

Que nuestra alma, iluminada por el Espíritu de verdad, reciba con puro y libre corazón la gloria de la cruz que irradia por cielo y tierra, y trate de penetrar interiormente lo que el Señor quiso significar cuando, hablando de la pasión cercana, dijo: Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Y más adelante: Ahora mi alma está agitada, y, ¿qué diré ? Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora, Padre, glorifica a tu Hijo. Y como se oyera la voz del Padre, que decía desde el cielo: Lo he glo­rificado y volveré a glorificarlo, dijo Jesús a los que le rodeaban: Esta voz no ha venido por mi, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí.

¡Oh admirable poder de la cruz! ¡Oh inefa­ble gloria de la pasión! En ella podemos admi­rar el tribunal del Señor, el juicio del mundo y el poder del Crucificado.

Atrajiste a todos hacia ti, Señor, porque la devoción de todas las naciones de la tierra puede celebrar ahora con sacra­mentos eficaces y de significado claro, lo que antes solo podía celebrarse en el templo de Jerusalén y únicamente por medio de símbolos y figuras.

Ahora, efectivamente, brilla con mayor esplendor el orden de los levitas, es mayor la grandeza de los sacerdotes, más santa la unción de los pontífices, porque tu cruz es ahora fuente de todas las bendiciones y origen de todas las gracias: por ella los creyentes encuentran fuerza en la debilidad, gloria en el oprobio, vida en la misma muerte. Ahora, al cesar la multiplicidad de los sacrificios car­nales, la sola ofrenda de tu cuerpo y sangre lleva a realidad todos los antiguos sacrificios, porque tú eres el verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; de esta forma en ti encuentran su plenitud todas las antiguas figuras y así como un solo sacrificio suple todas las antiguas víctimas, Así un solo reino congrega a todos los hombres.  

Confesemos, pues, amadísimos, lo que el bienaventurado maestro de los gentiles, el apóstol Pablo, confesó con gloriosa voz dicien­do: Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores.

Aquí radica la maravillosa misericordia de Dios para con nosotros: en que Cristo no murió por los justos ni por los santos, sino por los pecadores y por los impíos; y como la natura­leza divina no podía sufrir el suplicio de la muerte, tomó de nosotros, al nacer, lo que pudiera ofrecer por nosotros.

Efectivamente, en tiempos antiguos, Dios amenazaba ya con el poder de su muerte a nuestra muerte profetizando por medio de Oseas: Oh muerte, yo seré tu muerte; yo seré tu ruina, infierno. En efecto, si Cristo al morir tuvo que acatar la ley del sepulcro, al resucitar, en cambio, la derogó hasta tal punto que echó por tierra la perpetuidad de la muerte y la convirtió de eterna en temporal, ya que si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida.