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Jueves IV semana de Cuaresma

Números 13,1-4a. 18-34

Contemplación de la pasión del Señor

San León Magno

Sermón de la pasión del Señor 15,3-4

El verdadero venerador de la pasión del Señor tiene que contemplar de tal manera, con la mirada del corazón, a Jesús crucificado, que reconozca en él su propia carne.

Toda la tierra ha de estremecerse ante el suplicio del Redentor: las mentes infieles, duras como la piedra, han de rom­perse, y los que están en los sepulcros, que­bradas las losas que los encierran, han de salir de sus moradas mortuorias. Que se aparezcan también ahora en la ciudad santa, esto es, en la Iglesia de Dios, como un anuncio de la resurrección futura, y lo que un día ha de realizarse en los cuerpos, efectúese ya ahora en los corazones.

A ninguno de los pecadores se le niega su parte en la cruz, ni existe nadie a quien no auxilie la oración de Cristo. Si ayudó incluso a sus verdugos ¿cómo no va a beneficiar a los que se convierten a él?

Se eliminó la ignorancia, se suavizaron las dificultades, y la sangre de Cristo suprimió aquella espada de fuego que impedía la entrada en el paraíso de la vida. La obscuridad de la vieja noche cedió ante la luz verdadera.

Se invita a todo el pueblo cristiano a dis­frutar de las riquezas del paraíso, y a todos los bautizados se les abre la posibilidad de regresar a la patria perdida, a no ser que al­guien se cierre a sí mismo aquel camino que quedó abierto, incluso, ante la fe del ladrón arrepentido.

No dejemos, por tanto, que las preocupacio­nes y la soberbia de la vida presente se apo­deren de nosotros, de modo que renunciemos al empeño de conformarnos a nuestro Reden­tor, a través de sus ejemplos, con todo el im­pulso de nuestro corazón. Porque no dejó de hacer ni sufrir nada que fuera útil para nuestra salvación, para que la virtud que residía en la cabeza residiera también en el cuerpo.

Y, en primer lugar, el hecho de que Dios acogiera nuestra condición humana, cuando la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros» ¿a quién excluyó de su misericordia, sino al infiel ? ¿Y quién no tiene una naturaleza común con Cristo, con tal de que acoja al que a su vez lo ha asumido a él, puesto que fue rege­nerado por el mismo Espíritu por el que él fue concebido? Y además, ¿quién no recono­cerá en él sus propias debilidades? ¿Quién de­jará de advertir que el hecho de tomar alimento, buscar el descanso y el sueño, expe­rimentar la solicitud de la tristeza y las lágrimas de la compasión, es fruto de la con­dición humana del Señor?

Y como, desde antiguo, la condición humana esperaba ser sanada de sus heridas y purificada de sus pecados, el que era Unigénito Hijo de Dios quiso hacerse también hijo de hombre, para que no le faltara ni la realidad de la natu­raleza humana, ni la plenitud de la naturaleza divina.

Nuestro es lo que por tres días yació exánime en el sepulcro, y al tercer día resucitó; lo que ascendió sobre todas las alturas de los cielos hasta la diestra de la majestad paterna: para que también nosotros, si caminamos tras sus mandatos y no nos avergonzamos de recono­cer lo que, en la humildad del cuerpo, tiene que ver con nuestra salvación, seamos llevados hasta la compañía de su gloria; puesto que habrá de cumplirse lo que manifiestamente proclamó: Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo.