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Jueves II semana de Cuaresma

Éxodo 18,13-27

Del verdadero temor de Dios

San Hilario

Salmo 127,1-3

¡Dichoso el que teme al Señor, y sigue sus caminos!. Siempre que en las Escrituras se habla del temor del Señor, hay que tener en cuenta que nunca se habla sólo de él, como si el temor fuera suficiente para conducir la fe has­ta su consumación, sino que se le añaden o se le anteponen muchas otras cosas por las que pueda comprenderse la razón de ser y la per­fección del temor del Señor; como podemos deducir de lo dicho por Salomón en los Pro­verbios: Si invocas a la inteligencia y llamas a la prudencia, si la procuras como el dinero y la buscas como un tesoro, entonces comprenderás el temor del Señor.

Vemos, en efecto, a través de cuántos grados se llega al temor del Señor. Ante todo hay que invocar la sabiduría y dedicarse a toda suerte de menesteres intelectuales, así como buscarla y tratar de dar con ella: y entonces podrá com­prenderse el temor del Señor. Pues por lo que se refiere a la manera común del pensar humano, no es así como se acostumbra enten­der el temor.

El temor, en efecto, se define como el estre­mecimiento de la debilidad humana que re­chaza la idea de tener que soportar lo que no quiere que acontezca. Existe y se conmueve dentro de nosotros a causa de la conciencia de la culpa, del derecho del más fuerte, del ataque del más valiente, ante la enfermedad, ante la acometida de una fiera o el padeci­miento de cualquier mal. Nadie nos enseña este temor, sino que nuestra frágil naturaleza nos lo pone delante. Tampoco aprendemos lo que hemos de temer, sino que son los mismos objetos del temor los que suscitan en nosotros el consentimiento del temor.

En cambio, del temor del Señor así está escrito: Venid, hijos, escuchadme: os ins­truiré en el temor del Señor. De manera que el temor de Dios tiene que ser aprendido, puesto que se enseña. No se le encuentra en el terror, sino en el razonamiento doctrinal; ni brota de un estremecimiento natural, sino que es el resultado de la observancia de los mandamientos, de las obras de una vida inocente y del conocimiento de la verdad.

Pues, para nosotros, el temor de Dios reside todo él en el amor, y su contenido es el ejercicio de la perfecta caridad: obedecer a sus conse­jos, atenerse a sus mandatos y confiar en sus promesas. Oigamos, pues, a la Escritura que dice: Ahora, Israel, ¿qué es lo que te exige el Señor, tu Dios? Que temas al Señor, tu Dios, que sigas sus caminos y lo ames, que guardes sus preceptos con todo el corazón y con toda el alma, para tu bien.

Muchos son, en efecto, los caminos del Señor, siendo así que él mismo es el camino. Pero cuando habla de sí mismo, se denomina a sí mismo camino, y muestra la razón de llamarse camino cuando dice: nadie va al Padre, sino por mí.

Hay que interesarse, por tanto, e insistir en muchos caminos, para poder encontrar el único que es bueno, ya que, a través de la doc­trina de muchos, hemos de hallar un sólo camino de vida eterna. Pues hay caminos en la ley, en los profetas, en los evangelios, en los apóstoles; los hay, en fin, en las diversas obras de los mandamientos, y son bienaventurados los que andan por ellos, en el temor de Dios.