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Martes, XXVIII semana

Zacarías 1,2-2,4

Luz perenne en el templo del Pontífice eterno

San Columbano

Instrucción 12, Sobre la compunción 2-3

¡Cuán dichosos son los criados a quienes el Señor, al llegar, los encuentra en vela! Feliz aquella vigilia en la cual se espera al mismo Dios y Creador del universo, que todo lo llena y todo lo supera.

¡Ojalá se dignara el Señor despertarme del sueño de mi desidia, a mí, que, aun siendo vil, soy su siervo! Oja­lá me inflamara en el deseo de su amor inconmensura­ble y me encendiera con el fuego de su divina caridad!; resplandeciente con ella, brillaría más que los astros, y todo mi interior ardería continuamente con este divino fuego.

¡Ojalá mis méritos fueran tan abundantes que mi lám­para ardiera sin cesar, durante la noche, en el templo de mi Señor e iluminara a cuantos penetran en la casa de mi Dios! Concédeme, Señor, te lo suplico en nombre de Je­sucristo, tu Hijo y mi Dios, un amor que nunca mengüe, para que con él brille siempre mi lámpara y no se apague nunca, y sus llamas sean para mí fuego ardiente y para los demás luz brillante.

Señor Jesucristo, dulcísimo Salvador nuestro, dígnate encender tú mismo nuestras lámparas, para que brillen sin cesar en tu templo y de ti, que eres la luz perenne, re­ciban ellas la luz indeficiente con la cual se ilumine nues­tra oscuridad, y se alejen de nosotros las tinieblas del mundo.

Te ruego, Jesús mío, que enciendas tan intensamente mi lámpara con tu resplandor que, a la luz de una clari­dad tan intensa, pueda contemplar el santo de los santos que está en el interior de aquel gran templo, en el cual tú, Pontífice eterno de los bienes eternos, has penetrado; que allí, Señor, te contemple continuamente y pueda así desearte, amarte y quererte solamente a ti, para que mi lámpara, en tu presencia, esté siempre luciente y ar­diente.

Te pido, Salvador amantísimo, que te manifiestes a no­sotros, que llamamos a tu puerta, para que, conociéndote, te amemos sólo a ti y únicamente a ti; que seas tú nuestro único deseo, que día y noche meditemos sólo en ti, y en ti únicamente pensemos. Alumbra en nosotros un amor in­menso hacia ti, cual corresponde a la caridad con la que Dios debe ser amado y querido; que esta nuestra dilec­ción hacia ti invada todo nuestro interior y nos penetre totalmente, y, hasta tal punto inunde todos nuestros senti­mientos, que nada podamos ya amar fuera de ti, el único eterno. Así, por muchas que sean las aguas de la tierra y del firmamento, nunca llegarán a extinguir en nosotros la caridad, según aquello que dice la Escritura: Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor.

Que esto llegue a realizarse, al menos parcialmente, por don tuyo, Señor Jesucristo, a quien pertenece la glo­ria por los siglos de los siglos. Amén.