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Lunes, XXVII semana

I Timoteo 2,1-15

Hay que orar especialmente por todo el cuerpo de la Iglesia

San Ambrosio

Tratado sobre Caín y Abel 1,9,34.38-39

Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza, cumple tus votos al Altísimo. Alabar a Dios es lo mismo que hacer vo­tos y cumplirlos. Por eso, se nos dio a todos como modelo aquel samaritano que, al verse curado de la lepra juntamen­te con los otros nueve leprosos que obedecieron la pala­bra del Señor, volvió de nuevo al encuentro de Cristo y fue el único que glorificó a Dios, dándole gracias. De él dijo Jesús: No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios. Y le dijo: «Levántate, vete: tu fe te ha salvado».

Con esto el Señor Jesús en su enseñanza divina te mos­tró, por una parte, la bondad de Dios Padre y, por otra, te insinuó la conveniencia de orar con intensidad y frecuen­cia: te mostró la bondad del Padre, haciéndote ver cómo complace en darnos sus bienes, para que con ello aprendas a pedir bienes al que es el mismo bien; te mostró la conveniencia de orar con intensidad y frecuencia, no para que tú repitas sin cesar y mecánicamente fórmulas de oración, sino para que adquieras el espíritu de orar asidua­mente. Porque, con frecuencia, las largas oraciones van acompañadas de vanagloria, y la oración continuamente interrumpida tiene como compañera la desidia.

Luego te amonesta también el Señor a que pongas el máximo interés en perdonar a los demás cuando tú pides perdón de tus propias culpas; con ello, tu oración se hace recomendable por tus obras. El Apóstol afirma, además, que se ha de orar alejando primero las controversias y la ira, para que así la oración se vea acompañada de la paz del espíritu y no se entremezcle con sentimientos ajenos a la plegaria. Además, también se nos enseña que con­viene orar en todas partes: así lo afirma el Salvador, cuan­do dice, hablando de la oración: Entra en tu aposento.

Pero, entiéndelo bien, no se trata de un aposento rodea­do de paredes, en el cual tu cuerpo se encuentra como en­cerrado, sino más bien de aquella habitación que hay en tu mismo interior, en la cual habitan tus pensamientos y moran tus deseos. Este aposento para la oración va contigo a todas partes, y en todo lugar donde te encuentres continúa siendo un lugar secreto, cuyo solo y único árbitro es Dios.

Se te dice también que has de orar especialmente por el pueblo de Dios, es decir, por todo el cuerpo, por todos los miembros de tu madre, la Iglesia, que viene a ser como un sacramento del amor mutuo. Si sólo ruegas por ti, tam­bién tú serás el único que suplica por ti. Y, si todos ruegan solamente por sí mismos, la gracia que obtendrá el peca­dor será, sin duda, menor que la que obtendría del con­junto de los que interceden si éstos fueran muchos. Pero, si todos ruegan por todos, habrá que decir también que todos ruegan por cada uno.

Concluyamos, por tanto, diciendo que, si oras solamen­te por ti, serás, como ya hemos dicho, el único intercesor en favor tuyo. En cambio, si tú oras por todos, también la oración de todos te aprovechará a ti, pues tú formas también parte del todo. De esta manera, obtendrás una gran recompensa, pues la oración de cada miembro del pueblo se enriquecerá con la oración de todos los demás miembros. En lo cual no existe ninguna arrogancia, sino una mayor humildad y un fruto más abundante.