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Lunes, XI semana

Jueces 4,1-24

Nuestra oración es pública y común

San Cipriano

Tratado sobre el Padrenuestro 8-9

Ante todo, el Doctor de la paz y Maestro de la unidad no quiso que hiciéramos una oración individual y privada, de modo que cada cual rogara sólo por sí mismo. No de­cimos: «Padre mío, que estás en los cielos», ni: «El pan mío dámelo hoy», ni pedimos el perdón de las ofensas sólo para cada uno de nosotros, ni pedimos para cada uno en particular que no caigamos en la tentación y que nos libre del mal. Nuestra oración es pública y común, y cuando oramos lo hacemos no por uno solo, sino por todo el pue­blo, ya que todo el pueblo somos como uno solo.

El Dios de la paz y el Maestro de la concordia, que nos enseñó la unidad, quiso que orásemos cada uno por to­dos, del mismo modo que él incluyó a todos los hombres en su persona. Aquellos tres jóvenes encerrados en el horno de fuego observaron esta norma en su oración, pues oraron al unísono y en unidad de espíritu y de corazón; así lo atestigua la sagrada Escritura que, al enseñarnos cómo oraron ellos, nos los pone como ejemplo que debemos imitar en nuestra oración: Entonces –dice– los tres, al unísono, cantaban himnos y bendecían a Dios. Oraban los tres al unísono, y eso que Cristo aún no les había ense­ñado a orar.

Por eso, fue eficaz su oración, porque agradó al Señor aquella plegaria hecha en paz y sencillez de espíritu. Del mismo modo vemos que oraron también los apóstoles, junto con los discípulos, después de la ascensión del Se­ñor. Todos ellos –dice la Escritura– se dedicaban a la oración en común, junto con algunas mujeres, entre ellas Maria, la madre de Jesús, y con sus hermanos. Se dedica­ban a la oración en común, manifestando con esta asidui­dad y concordia de su oración que Dios, que hace habitar unánimes en la casa, sólo admite en la casa divina y eter­na a los que oran unidos en un mismo espíritu.

¡Cuán importantes, cuántos y cuán grandes son, her­manos muy amados, los misterios que encierra la oración del Señor, tan breve en palabras y tan rica en eficacia es­piritual! Ella, a manera de compendio, nos ofrece una enseñanza completa de todo lo que hemos de pedir en nuestras oraciones. Vosotros –dice el Señor– rezad así: «Padre nuestro, que estás en los cielos».

El hombre nuevo, nacido de nuevo y restituido a Dios por su gracia, dice en primer lugar: Padre, porque ya ha empezado a ser hijo. La Palabra vino a su casa –dice el Evangelio– y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Por esto, el que ha creído en su nombre y ha llegado a ser hijo de Dios debe comenzar por hacer profe­sión, lleno de gratitud, de su condición de hijo de Dios, llamando Padre suyo al Dios que está en los cielos.