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Sábado, X semana

Josué 24,1-7.13-28

Cantar salmos con el espíritu, pero cantarlos también con la mente

San Ambrosio

Comentarios sobre los salmos 1,9-12

¿Qué cosa hay más agradable que los salmos? Como dice bellamente el mismo salmista: Alabad al Señor, que los salmos son buenos; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa. Y con razón: los salmos, en efecto, son la ben­dición del pueblo, la alabanza de Dios, el elogio de los fieles, el aplauso de todos, el lenguaje universal, la voz de la Iglesia, la profesión armoniosa de nuestra fe, la expresión de nuestra entrega total, el gozo de nuestra libertad, el clamor de nuestra alegría desbordante. Ellos calman nuestra ira, rechazan nuestras preocupaciones, nos consuelan en nuestras tristezas. De noche son un arma, de día una enseñanza; en el peligro son nuestra defensa, en las festividades nuestra alegría; ellos expre­san la tranquilidad de nuestro espíritu, son prenda de paz y de concordia, son como la cítara que aúna en un solo canto las voces más diversas y dispares. Con los salmos celebramos el nacimiento del día, y con los salmos canta­mos a su ocaso.

En los salmos rivalizan la belleza y la doctrina; son a la vez un canto que deleita y un texto que instruye. Cualquier sentimiento encuentra su eco en el libro de los salmos. Leo en ellos: Cántico para el amado, y me infla­mo en santos deseos de amor; en ellos voy meditando el don de la revelación, el anuncio profético de la resurrec­ción, los bienes prometidos; en ellos aprendo a evitar el pecado y a sentir arrepentimiento y vergüenza de los de­litos cometidos.

¿Qué otra cosa es el Salterio sino el instrumento espiri­tual con que el hombre inspirado hace resonar en la tie­rra la dulzura de las melodías celestiales, como quien pulsa la lira del Espíritu Santo? Unido a este Espíritu, el salmista hace subir a lo alto, de diversas maneras, el can­to de la alabanza divina, con liras e instrumentos de cuerda, esto es, con los despojos muertos de otras diver­sas voces; porque nos enseña que primero debemos mo­rir al pecado y luego, no antes, poner de manifiesto en este cuerpo las obras de las diversas virtudes, con las cuales pueda llegar hasta el Señor el obsequio de nuestra devoción.

Nos enseña, pues, el salmista que nuestro canto, nues­tra salmodia, debe ser interior, como lo hacía Pablo, que dice: Quiero rezar llevado del Espíritu, pero rezar tam­bién con la inteligencia; quiero cantar llevado del Espíritu, pero cantar también con la inteligencia; con estas pa­labras nos advierte que debemos orientar nuestra vida y nuestros actos a las cosas de arriba, para que así el deleite de lo agradable no excite las pasiones corporales, las cua­les no liberan nuestra alma, sino que la aprisionan más aún; el salmista nos recuerda que en la salmodia encuen­tra el alma su redención: Tocaré para ti la citara, Santo de Israel; te aclamarán mis labios, Señor, mi alma, que tú redimiste.