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Jueves, VIII semana

Job 11,1-20

La ley del Señor abarca muchos aspectos

San Gregorio Magno

Tratados morales sobre Job 10,7-8.10

La ley de Dios, de que se habla en este lugar, debe en­tenderse que es la caridad, por la cual podemos siempre leer en nuestro interior cuales son los preceptos de vida que hemos de practicar. Acerca de esta ley, dice aquel que es la misma Verdad: Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros. Acerca de ella dice san Pablo: Amar es cumplir la ley entera. Y también: Arrimad todos el hombro a las cargas de los otros, que con eso cumpli­réis la ley de Cristo. Lo que mejor define la ley de Cristo es la caridad, y esta caridad la practicamos de verdad cuando toleramos por amor las cargas de los hermanos.

Pero esta ley abarca muchos aspectos, porque la cari­dad celosa y solícita incluye los actos de todas las virtu­des. Lo que empieza por sólo dos preceptos se extiende a innumerables facetas.

Esta multiplicidad de aspectos de la ley es enumerada adecuadamente por Pablo, cuando dice: El amor es pa­ciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es ambicioso ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.

El amor es paciente, porque tolera con ecuanimidad los males que se le infligen. Es afable porque devuelve generosamente bien por mal. No tiene envidia, porque, al no desear nada de este mundo, ignora lo que es la envidia por los éxitos terrenos. No presume, porque desea ansio­samente el premio de la retribución espiritual, y por esto no se vanagloría de los bienes exteriores. No se engríe, porque tiene por único objetivo el amor de Dios y del prójimo, y por esto ignora todo lo que se aparta del recto camino.

No es ambicioso, porque, dedicado con ardor a su pro­vecho interior, no siente deseo alguno de las cosas ajenas y exteriores. No es egoísta, porque considera como aje­nas todas las cosas que posee aquí de modo transitorio, ya que sólo reconoce como propio aquello que ha de per­durar junto con él. No se irrita, porque, aunque sufra injurias, no se incita a sí mismo a la venganza, pues espe­ra un premio muy superior a sus sufrimientos. No lleva cuentas del mal, porque, afincada su mente en el amor de la pureza, arrancando de raíz toda clase de odio, su alma está libre de toda maquinación malsana.

No se alegra de la injusticia, porque, anheloso única­mente del amor para con todos, no se alegra ni de la per­dición de sus mismos contrarios. Goza con la verdad, porque, amando a los demás como a sí mismo, al observar en los otros la rectitud, se alegra como si se tratara de su propio provecho. Vemos, pues, como esta ley de Dios abarca muchos aspectos.