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Domingo, III semana

Deuteronomio 18,1-22

Cristo está presente en su Iglesia

Vaticano II

Sacrosanctum Concilium 7-8.106

Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la misa, tanto en la persona del ministro, ofreciéndose aho­ra por ministerio de los sacerdotes el mismo que enton­ces se ofreció en la cruz, como, sobre todo, bajo las espe­cies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los sa­cramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cris­to quien bautiza. Está presente en su palabra, pues, cuan­do se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien ha­bla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, pues él mismo prometió: Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.

En verdad, en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa, la Iglesia, que invoca a su Señor y por él tributa culto al P eterno.

Con razón, pues, se considera a la liturgia como el ejer­cicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella, los signos sen­sibles significan y realizan, cada uno a su manera, la santificación del hombre; y así el cuerpo místico de Je­sucristo, es decir, la cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro.

En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es la acción sagrada por excelencia, cuya eficacia no es igualada, con el mismo título y en el mismo grado, por ninguna otra acción de la Iglesia.

En la liturgia terrena participamos, pregustándola, de aquella liturgia celestial que se celebra en la ciu­dad santa de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo, ministro del santuario y de la tienda verdadera, está sentado a la derecha de Dios; con todos los coros celestiales, cantamos en la liturgia el himno de la gloria del Señor; veneramos la memoria de los santos, esperando ser admitidos en su asamblea; aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo hasta que aparezca él, vida nuestra; entonces también nosotros apareceremos, juntamente con él, en gloria.

La Iglesia, por una tradición apostólica que se remonta al mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el miste­rio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón día del Señor o domingo. En este día, los fieles de­ben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la eucaristía, celebren el memorial de la pasión, resurrección y gloria del Señor Jesús, y den gra­cias a Dios, que, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una espe­ranza viva. Por esto, el domingo es la fiesta primordial, que debe inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo. No deben anteponérsele otras solemnidades, a no ser que sean realmente de suma importancia, puesto que el do­mingo es el fundamento y el núcleo de todo el año li­túrgico.